Por Beatriz W. de Rittigstein
En realidad, el acuerdo Lula, Erdogan, Ahmadinejad no resuelve la crisis.
Ahora que Lula está por finalizar su último período presidencial en Brasil, muestra un afán protagónico que lo enceguece, al punto que pareciera no importarle la injusticia ni la solución real a determinados problemas ni poner en peligro la seguridad de otros países que incluso compromete la del mundo entero.
En ese sentido, Lula ha estado activo en el Medio Oriente. En marzo de este año, su pretensión mediadora entre israelíes y palestinos, significó un fracaso, pues tropezó con un complejo conflicto en el que se entrelazan múltiples elementos que escapan a sus propias habilidades.
En días recientes vimos sus exabruptos en resguardo de un proyecto indefendible: el acuerdo al que llegó junto con el premier turco, Tayyip Erdogan, con el propósito de que el régimen iraní acepte el intercambio con Turquía de uranio enriquecido.
El mundo tiene experiencia de la capacidad de la teocracia iraní para el engaño, por lo que este acuerdo se percibe como una maniobra de Teherán a fin de aplazar las sanciones y ganar tiempo para desarrollar su programa nuclear hasta un punto de no retorno. En realidad, dicho acuerdo de Lula, Erdogan y Ahmadinejad no resuelve la crisis; más bien siembra nuevas dudas y preocupaciones. En numerosas oportunidades, Ahmadinejad ha advertido que su país no dejará de enriquecer uranio sin control internacional y nunca aclaró la cantidad del mineral que ya posee.
Erdogan resulta desconfiable; su tendencia islamista ha venido transformando a Turquía en un país proclive al radicalismo religioso. Sin embargo, en el caso de Lula, cabe preguntarnos si este tipo de alianzas sólo responde a la elevación de su ego o a una imperdonable candidez o por el contrario, a una diabólica intriga.