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Por Beatriz W. De Rittigstein
Durante la guerra contra Hezbolá en 2006, oímos una entrevista a un escritor libanés quien se explayó descalificando a Israel; pero, al final, el periodista le preguntó qué ocurriría si Israel perdía esa guerra, a lo que el entrevistado respondió "Dios nos libre".
Israel tuvo dificultades y ello fue aprovechado por Hezbolá. Para decirlo en forma coloquial: "tiró la piedra, escondió la mano y comenzó a gritar ladrón".
El Líbano se halla en una situación frágil; Hezbolá ha ido ocupando espacios de poder, fortalecido por Irán y Siria.
Pronto, la Comisión Internacional de la ONU que investiga el asesinato en 2005, del entonces premier Rafic Hariri, informará los resultados de su labor. Según trascendió, ese crimen y otros más, fueron perpetrados por Hezbolá, con complicidad siria.
Acostumbrado al abuso de poder, Bashar Assad advirtió al tribunal internacional que implicar a Hezbolá perturbará al Líbano; que considera "cualquier golpe contra Hezbolá como línea que no se debe cruzar".
La presión de los islamistas radicales es violenta; su máximo líder, Hasan Nasrala, conminó a los libaneses a actuar antes de que el tribunal emita una acusación contra Hezbolá. El número dos, Naim Kassem, previno: "la situación será explosiva y tendrá consecuencias negativas". El actual premier, Saad Hariri, en busca de estabilidad, visitó Irán. Sin embargo, el ayatola Alí Jamenei lo instó a cooperar con el verdugo de su país, Hezbolá.
Acercándose la fecha en la que el tribunal de la ONU dará su veredicto, aumenta la tensión y se teme volver al conflicto sectario. Los responsables son Hezbolá, Irán y Siria, guiados por su afán expansionista. El Líbano está confiscado y sin una contundente acción internacional, no tendrá salvación.

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