Por Beatriz W. De Rittigstein
En un principio, tras lo ocurrido en Túnez, miles de jóvenes egipcios, de todas las clases sociales, se lanzaron a las calles en protesta por la descarada corrupción, un vasto desempleo, sueldos de hambre, altos costos, bajo nivel de vida, abusos de la clase gobernante, falta de libertades y férrea represión. Exigían lo justo: reformas en la economía y apertura democrática.
Pese al impulso de las manifestaciones, la dificultad para conseguir esas aspiraciones radica en su espontaneidad, sin organización estratégica ni partido político que las guíe a buen término, negociando una etapa de transición que culmine en elecciones limpias, con resultados legítimos, cuyas nuevas autoridades se aboquen a construir estructuras sociales e institucionales propias del sistema democrático.
Egipto no tiene tradición democrática e irónicamente percibimos que tras los primeros días de la rebelión de los jóvenes en busca de libertad, el movimiento islamista Hermandad Musulmana que se hallaba agazapado, observando el desarrollo de la crisis, comenzó a capitalizar los logros de la juventud egipcia. De hecho, los reclamos originales están cediendo lugar a dogmas; entre los manifestantes hay cambios: mujeres íntegramente cubiertas y hombres barbu- dos, quienes declaran: "Odiamos a Israel y si Mubarak no está, lo destruiremos", "Israel maneja a EEUU"; un odio que no guarda relación con los genuinos reclamos del estallido inicial.
El líder opositor iraní Husein Musaví advierte: "Hace treinta años, la oposición laica también salió a las calles de Irán para demandar más libertad y democracia, pero al final los religiosos aprovecharon la coyuntura y se quedaron con el poder". La experiencia iraní nos hace temer por el futuro de Egipto.