Por Edith Blaustein
El encendido de las luminarias de Janucá nos hace sentir que cada cono de luz quita un poco de la oscuridad circundante en el profundo invierno. “Los pocos contra los muchos”, recitamos en las bendiciones, celebramos la victoria del Judaísmo frente al helenismo. En Janucá se opusieron dos concepciones de mundo —la judía y la griega— y esta tensión requiere que nos detengamos a analizar el significado de ambas culturas que conforman la base de la civilización occidental y su interrelación.
Cuando era pequeña solía leer a Plutarco y sus Vidas paralelas me hacían pensar que no había país más poderoso e importante que Grecia. Es indudable que los griegos modelaron nuestro mundo. Pero en Janucá recordamos y celebramos que el Judaísmo sigue vivo dos mil años después de este enfrentamiento. ¿Acaso Judaísmo y helenismo se oponen radicalmente o han logrado sincretizarse?
Hay una relación estrecha entre estas dos culturas. Winston Churchill cálidamente expresa esta aparente asociación en su obra Historia de la Segunda Guerra Mundial: “Ningún otro par de razas (salvo la judía y la griega) ha dejado una huella tan profunda en el mundo. Desde ángulos distintos, cada una de ellas nos ha legado su genio y su sabiduría. No ha habido ciudades que contaran más para la Humanidad que Atenas y Jerusalén. Sus enseñanzas en religión, filosofía y arte han sido la principal luz rectora en la cultura y la fe modernas. Personalmente, yo siempre he estado del lado de ambas”.
Dos concepciones de mundo se encontraron en el 332 antes de la era común: Alejandro Magno conquista Israel, iniciando el dominio helenístico en esta zona, lo que va a tener un profundo impacto en el mundo judío. Un grupo importante de judíos se encandila con la cultura griega; estos helenizantes llegan incluso a querer borrar los vestigios que la circuncisión ha dejado en su cuerpo para poder participar en las competencias de lucha libre, como un griego más. Las luchas políticas y el deseo de dominio de la tierra de Israel por egipcios y sirios van a llevar a Antíoco IV a prohibir mediante pena de muerte a todo “transgresor” el cumplimiento de tres mitzvot: Shabat, la conmemoración del comienzo de cada mes en el Templo (Rosh Jodesh) y la circuncisión. Matitiahu el Jashmonai y sus hijos se enfrentan a las fuerzas helenísticas. Especial mención merece la lucha de su hijo Iehuda, conocido como “el macabeo”.
Los macabeos, el 25 del mes de Kislev del año 164 a.e.c., purificaron el Beit Hamikdash, lo asearon y retiraron los símbolos griegos y las estatuas. Después de que Iehuda y sus seguidores concluyeron esta tarea, lo rededicaron. Luego de tres años de combate contra fuerzas muy superiores, los macabeos desalojaron a los griegos-sirios de Judea. Janucá declara el mensaje del profeta Zacarías: “No con ejército ni con fuerza, sino con mi espíritu” (Zacarías 4-6). La lucha fue desmedida: “Al ver éstos el ejército que se les venía encima, dijeron a Iehuda: ¿Cómo podremos combatir, siendo tan pocos, con una multitud tan poderosa? Iehuda respondió: Es fácil que una multitud caiga en manos de unos pocos. Al cielo le da lo mismo salvar a muchos que a pocos, pues en la guerra no depende la victoria de la muchedumbre del ejército, sino de la fuerza que viene del cielo. Ellos vienen contra nosotros rebosando insolencia e impiedad con intención de destruirnos, incluidas nuestras mujeres e hijos, y hacerse con nuestros despojos; nosotros, en cambio, combatimos por nuestras vidas y nuestras leyes. Él les quebrantará ante nosotros, no les temáis” (Macabeos, Cap. 3).
Es interesante señalar que la Guemará, cientos de años luego de los Jashmonaim, dio una nueva respuesta con respecto al significado de esta festividad: “Cuando entraron los griegos al Templo, impurificaron todos los aceites; los Jashmonaim, al ingresar al Templo profanado por los griegos, buscaron aceite para reencender la Menorá, y encontraron sólo una vasija con aceite que se encontraba en el muro y encendieron de ella durante ocho días. Al año siguiente fijaron días festivos en esa fecha con cantos de alabanza y agradecimiento” (Masejet Shabat, 21, pág. B). De esta forma, el significado de la festividad se trasladó con este relato de la victoria de los Jashmonaim en el campo de batalla al relato del milagro. Y así se conformó la fe en un Pueblo Judío eterno a quien en el futuro el Santo, bendito sea, redimirá de su cautiverio. Desde una perspectiva histórica, el verdadero milagro se encuentra en el poder del relato, en la memoria colectiva para fortalecer el espíritu del pueblo para soportar las dificultades de la Diáspora y sus sufrimientos.
En forma escueta podemos afirmar que mientras para los griegos “lo bello es sagrado”, para el Judaísmo “lo sagrado es bello”. ¿Acaso queremos decir que conceptos de belleza y sacralidad se oponen? Sin duda plantean mundos diferentes.
El rabino Matis Weinberg en Pautas en el tiempo nos dice: “Sin embargo, la raíz de este nexo es profunda e incluso origina un dictamen sorprendente en la Halajá: Un Séfer Torá no puede estar escrito en ningún idioma, salvo en griego (Rashí: aparte de la lengua sagrada) (Meguilá 8b). El origen de esta ley lo constituye la bendición que Nóaj otorgó a su hijo Yéfet: Que Dios expanda a Yéfet y habite en las tiendas de Shem” (Bereshit 9:27).
Rabí Jiyá bar Abá dijo que la yafiutó (belleza) de Yéfet residirá en las tiendas de Shem (Rashí: La belleza de Yéfet es la lengua griega) (Meguilá 9b). Nóaj definió cuáles serían las principales divisiones de la civilización cuando repartió la historia entre sus tres hijos: Shem, Jam y Yéfet. A primera vista, la belleza de Grecia debería ser el aspecto que más alejado se halla de Israel. Sin embargo, esa yafiutó de Yéfet, que constituye el significado primario del vocablo Yéfet mismo, debe tener su lugar dentro de las “tiendas de Shem” que son lo más íntimo: nuestros recintos de estudio y de rezo. Esto significa que las distinciones entre Israel y Grecia son más sutiles que las obvias diferencias entre una civilización centrada en lo humano y otra centrada en la Torá, entre la sabiduría de Grecia, derivada del ser humano, y la sabiduría de Israel, divinamente revelada. La confrontación también tiene hondas raíces y la penetración de Grecia llega a tocar nuestra identidad misma.
Atenas y Jerusalén son dos ciudades que representan dos culturas, dos horizontes de pensamiento. ¿Acaso pueden ir juntas sin mezclarse? ¿Cuánto se contrapone el sistema filosófico basado en la razón natural con los maestros de la Halajájudía?
Leo Strauss escribió sobre la relación entre ambas ciudades. Él consideraba que para renovar la base moral de la Humanidad y luchar contra el nihilismo, era necesario estudiar las contradicciones esenciales que surgen de esta unión: Jerusalén/Atenas, religión/filosofía, revelación/razón, acción/pensamiento. Este filósofo estaba convencido de que la intención de unir ambas culturas siempre llegaría a un fracaso, pero justamente esta tensión permanente y esta discusión eterna son las que mantienen la esencia de la cultura occidental.
Strauss aconseja regresar al Judaísmo original, al Judaísmo bíblico, como religión revelada, en forma similar que Heidegger desea regresar al pensamiento pre-socrático.
Emanuel Lévinas, el filósofo judío francés que murió hace unos diez años en la noche de la octava vela de Janucá, habla, por un lado, de la necesidad de presentar la singularidad judía en lengua filosófica como fruto de la razón, y se pregunta si acaso los judíos pueden cumplir mitzvot sólo por su valor ético, o si es posible hacer surgir un Judaísmo racional que esté impreso con el sello de la responsabilidad hacia el otro.
La cultura judía que considera bello lo sagrado ha logrado de alguna forma amalgamar los valores griegos de belleza física con los ideales judíos en la creación de las Macabiadas, llamadas los “juegos olímpicos judíos”. En una primera instancia esto parece una contradicción en sí mismo. Los Juegos Olímpicos actuales se inspiraron en los eventos organizados por los antiguos griegos en la ciudad de Olimpia, entre los años 776 a.C. y el 393 d.e.c., cuando el emperador Teodosio abolió los Juegos Olímpicos ya que la concepción cristiana en la época consideraba inmoral el culto del físico. Las Macabiadas conmemoran la victoria de los Jashmonaim por un lado y adoptan la concepción griega de “más alto, más largo y más fuerte”, por otro. ¿Acaso Strauss se refería a la imposibilidad de unión del pensamiento griego y judío sólo en el campo filosófico? ¿O, en cambio, las Macabiadas han logrado una forma de coexistencia de valores en un sincretismo perfecto?
La competencia real no es la que tenemos con otros para lograr vencerlos en la distancia o en la altura o en la fortaleza; no es el lugar que ocupamos en el podio de la victoria, o la sensación de derrota que nos invade por haber sido vencidos por nuestros rivales. El Judaísmo considera que la real competencia es con nosotros mismos, en el plano de nuestra intimidad, de nuestra conciencia y a la luz de las metas que nos hemos impuesto, al atribuirnos el cumplimiento de los preceptos y los valores morales que éstos implican. Es el propio proceso de profundización moral y ética el campo de competencia judía, tal como lo expresara Franz Rosenzwaig, autor de Estrella de redención, cuando le preguntaron si cumplía una determinada mitzvá: “Aún no he llegado”, fue la respuesta de este grande del Judaísmo.
En Janucá se encienden las velas en forma ascendente en un proceso de “iluminación” no sólo del entorno para aminorar la oscuridad circundante, sino como símbolo del proceso de crecimiento de nuestra luz interna, que cada día se desarrolla para recordarnos nuestro crecimiento y evolución.
Janucá se nos presenta entonces como una instancia de reflexión que nos permite en el marco familiar analizar estos conceptos que inspiran al judío y hacen de él una religión y una cultura capaces de superar contradicciones y tensiones para lograr un sincretismo vívido y pujante.
Fuente: Jewish Community Centers