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Por Jacqueline Goldberg
Dos textos me han acompañado esta semana, retumbando tras cada paso, cada decisión, cada vuelta de tuerca:
I.
“No se dejen atrapar por los dogmas, que es vivir con el resultado del razonamiento de otros. No dejen que el ruido de las opiniones ajenas ahogue su voz interior. Y, lo más importante, tengan el coraje de seguir sus impulsos y su intuición, porque de alguna manera son los que saben lo que quieren ser. Lo demás es secundario”, de Steve Jobs, uno de los genios de Apple, quien anunció el mes pasado su desconexión temporal para dedicarse a luchar contra una nueva embestida de la enfermedad; ya en el 2004 tuvo un cáncer de páncreas y en el 2009 un transplante de hígado.
II.
“Y si no puedes hacer tu vida como la quieres,/ en esto esfuérzate al menos/ cuanto puedas: no la envilezcas/ en el contacto excesivo con la gente,/?en demasiados trajines y conversaciones./ No la envilezcas llevándola,/ trayéndola a menudo y exponiéndola/ a la torpeza cotidiana/ de las compañías y las relaciones,/ hasta que llegue a ser pesada como una extraña”, de Constantino Petrou Cavafis, poeta egipcio que falleció en 1933 sin saber cuánto serían estimados sus palabras, cuánto enseñarían.
Estos párrafos, tan lejanos en apariencia, dicen mucho de los agobiantes días que vivimos, de lo poco que aprendemos de ellos y de cuánto nos hacen llorar, patalear, despotricar, sumar agobios y desesperanzas. Dos decires de hombres magníficos, brillantes, que como cualquiera tendrán una única historia: la tumba.
Y así, entre consejas que no escuchamos, desastres que no vemos, se van las horas, los días.
Esta ha sido una semana de encender el televisor a primerísima hora de la mañana para “ver cómo anda la cosa en Egipto”. Como si se tratara de una película. Como si no supiera cuán cerca está cada día el Medio Oriente. Cerca de Israel y cerca de Venezuela. Cerca de la realidad y de una ficción que la pantalla transforma en turbulencia y nos afecta más de lo debido. “Deja ya ese canal de noticias”, dice el esposo a medianoche. Pero no puedo. Se trata de ver el desenlace, el que sea, si es que lo hay. Quizá mientras escribo esté ocurriendo, o mientras este semanario se imprime, o justo cuando llegue a manos de los lectores. O quizás pasen semanas, meses y hasta años y el polvorín se asiente y vengan otros descalabros, otras embestidas de la vida y nos hagan cambiar de canal y esperar de nuevo un desenlace lejano, imposible, ajeno, lejanísimo.
Por lo pronto pienso en Steve Jobs, a quien debemos las maravillas del iPod, el iPhone y el iPad. Pienso en su enfermedad no revelada, en su estrés y su coraje de haber hecho siempre lo que deseaba, en las miserias de la Bolsa de valores donde su vida es medida en dólares y riesgos. Pienso en Cavafis y su Ítaca a la que jamás llegaremos, pero que debemos buscar ad infinitum. Lo demás, las guerras, las tormentas de nieve, los ciclones, las caras largas, son lo de menos.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita

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