Por Roger Rosenthal
Un conflicto no es un problema de simple solución. Todos recordamos los ejercicios matemáticos de la primaria; seguramente hemos consultado a algún amigo o profesional del área sobre cierto inconveniente (laboral, familiar, técnico, mecánico); más de una vez hemos dicho: “Uh, qué lío”. Estos son los problemas que todos conocemos y lo que tienen en común es que siempre tienen solución; puede ser simple o compleja, puede llevarnos mucho tiempo resolverlo o apenas unos minutos. Pero el problema se caracteriza por tener una respuesta: X es igual a Y.
Un conflicto, en cambio, no tiene solución. Una de las materias que cursé este año en la universidad se titulaba Administración de Conflictos. Cierta vez le pregunté a la profesora el por qué del nombre del curso, a lo cual me contestó: “Los conflictos no se resuelven, se administran”. Una de las definiciones de la Real Academia Española para esta palabra es: situación desgraciada y de difícil salida. El conflicto en Medio Oriente es, sin duda, una situación desgraciada cuyo final no se divisa. Además genera bastante interés en el mundo actual. ¿Qué será de la bomba atómica iraní? ¿Qué postura tomará el Gobierno sirio? ¿Cómo afectan los resultados de las elecciones en El Líbano? ¿Cómo actuará Israel frente a tantas amenazas?
Si hablar del conflicto palestino-israelí es complicado, más aún lo es intentar explicar el conflicto árabe-israelí o la situación general de Oriente Medio. He escuchado en diversas oportunidades a Shimon Peres hablar de la paz en la región. Una respuesta colectiva que involucre a Israel y los países árabes de alrededor. Con todo mi respeto al Presidente, creo que el conflicto que tenemos con nuestros más cercanos vecinos (los palestinos), es lo que verdaderamente preocupa al promedio de los ciudadanos israelíes. Irán está a más de tres mil kilómetros de distancia y la frontera con Siria ha sido la más silenciosa en los últimos treinta y cinco años. Pero los palestinos no sólo viven a una hora de caminata de Tel Aviv, sino que también usan el shekel como moneda de cambio.
El fundamentalismo, de izquierda o de derecha, extremista por definición, es el más fácil de comprender. Si planteamos el conflicto como una ecuación, rápidamente encontraremos una solución. Dos respuestas posibles: los matamos a todos o intentamos vivir en armonía uno al lado del otro. Que los palestinos maten a todos los israelíes, o viceversa, no es una respuesta lógica ni coherente y mucho menos implementable. Entonces nos quedamos con la segunda posibilidad: firmar un tratado de paz. A simple vista parece algo sencillo. Si una madre, por naturaleza, no quiere enterrar a su hijo, las pequeñas diferencias entre una postura y otra deberían ser un mal menor. Sin embargo, hace más de sesenta años vivimos en esta situación desgraciada y de difícil salida. Alguna tiene que ser la razón…
Es probable que hayan escuchado en cierta oportunidad que el grueso del conflicto son los territorios. No creo que tres por ciento de lo que hasta 1967 fue el Reino de Jordania (con quien Israel firmó la paz en 1994) sea razón suficiente para continuar luchando (sobre el otro noventa y siete por ciento ya hay decisiones acordadas). Tampoco creo que lo sean los refugiados palestinos de la Guerra de la Independencia, ya que la gran mayoría no sigue con vida y sus herederos pueden ser fácilmente indemnizados sin obligación de recibir permiso para votar a los parlamentarios de la Knesset. Con un enfoque menos terminante, pienso que si realmente nos hartamos de este conflicto, la llamada ciudad de Jerusalén puede dividirse:
—No, ¡¿cómo dices una cosa así?! La ciudad de Jerusalén es indivisible.
—¿De veras? ¿Alguna vez estuviste en los barrios orientales?
—Ni de paseo. Me da un poco de miedo.
—La situación es la siguiente: no hay agua corriente, no hay transporte público, las ambulancias no entran. ¿Quieres comprar ahí un departamento? Son baratos.
—Lo dudo.
—Para completarte la imagen, esta zona de la ciudad no tiene ningún valor histórico.
—Ya sé. Hay quienes dicen que Jerusalén ya está dividida.
—Así es. Dividida por un muro cultural, intelectual y a veces también de cemento.
Para intentar comprender un poco más la complejidad del conflicto entre el Estado de Israel y la Autonomía Palestina, permítanme analizar dos ejemplos relacionados con el agua (todos sabemos que Israel tiene problemas de agua). El primero: la cloaca central de la ciudad de Hebrón. Esta desemboca en el río Beer Sheva, que lleva el nombre de la metrópolis del Néguev, la cual cruza de Oriente a Occidente. Sin relaciones entre las autoridades y sin el adecuado trato de los desechos de los hebronitas (discúlpenme por el español) toda la mierda de ellos nos llega a nosotros. El segundo: el agua de lluvia. Existe una línea geográfica, las cimas de ciertos montes en la zona de Judea y Samaria o Cisjordania (como prefieran llamarla), que divide las corrientes de agua hacia el Mar Muerto o hacia el Mediterráneo. Dominar esta línea es como tener la mano sobre el grifo y decidir cuándo acumulamos la preciada agua dulce de lluvia y cuándo la despilfarramos.
Y un tercer y último ejemplo relacionado con la electricidad. La luz de la Franja de Gaza se genera en la planta de energía eléctrica de la ciudad de Ashkelon. Así es, trabajadores israelíes y contaminación de nuestro propio aire para que aquellos terroristas que durante ocho años tiraron cohetes diariamente a la ciudad de Sderot tengan luz en sus casas. ¿Ridículo? Puede ser. ¿Tontos? Tal vez. Pero imagínense los títulos de los periódicos del mundo si Israel decide cortarle la luz a un millón y medio de palestinos.
El último año nuevo gregoriano lo pasé dentro de una ambulancia militar. Fui reclutado de un día para el otro porque las tropas del Tzahal entraban a luchar contra los terroristas de Hamás y necesitaban refuerzos previendo heridos. Veintiséis días estuve en la frontera internacional que divide Israel con la Franja de Gaza. Veintiséis días de misiles que hacían temblar las ventanas, helicópteros que no dejaban de circular, adrenalina que corría por mis venas e incertidumbre que no me dejaba dormir tranquilo. Yo no quiero más. ¡Basta! Creo que llegó la hora de definir el conflicto para así convertirlo en un problema y encontrar entonces una verdadera solución.
Gobiernos israelíes, de izquierda y de derecha, están dispuestos a ceder territorios. Estos un poco más y aquellos bastante menos, pero ambos acuerdan que para encontrar una respuesta a la situación que actualmente vivimos, estamos obligados a dialogar con el vecino y compartir el terreno. Esta es la misma respuesta que deberían adoptar los palestinos: llegó el momento de dejar de disparar cobardes misiles a poblaciones civiles y también de reconocer que Israel es el único Estado judío del mundo y no tenemos pensado irnos a ningún otro lado. Parafraseando a Golda Meir, llegó la hora de querer a sus propios hijos más de lo que odian a los nuestros; entonces llegará la paz. Por dónde pasará la línea fronteriza es la pregunta que los dirigentes de turno tendrán que contestarse. Mientras tanto seguiremos administrando este conflicto de la mejor manera posible y según las circunstancias.