Por Beatriz W. De Rittigstein
Los crímenes de lesa humanidad que el régimen de Gadafi está perpetrando contra su pueblo, prueban la inutilidad de los apaciguamientos. A fines de los 70 y durante los 80 se multiplicaron las denuncias que lo señalaban como patrocinador del terrorismo; de hecho, articuló una sanguinaria red que funcionó en diversos lugares del mundo y en territorio libio se instalaron campos de entrenamiento para militantes de grupos subversivos. Entre los casos más sonados que revelan la participación libia, están las explosiones de los vuelos de Pan Am sobre Escocia en 1988 y de UTA sobre Nigeria en 1989.
Numerosas veces, Gadafi se inmiscuyó en Latinoamérica. Por ejemplo: En 1983 se vio el pacto de Libia con el sandinismo, cuando un cargamento de armas, desde Trípoli con destino a Nicaragua, fue interceptado en una escala en Brasil.
También Venezuela fue víctima de la violencia libia. En 1992, como represalia al hecho que nuestro país ejercía la presidencia del Consejo de Seguridad de la ONU cuando se aprobaron sanciones al régimen de Gadafi, debido a su negativa a entregar a los acusados de terrorismo, una turba asaltó, saqueó y quemó la embajada venezolana en Trípoli.
Las autoridades libias pretendieron desvincularse, afirmando que se trató de un incidente improvisado por hordas enardecidas. Pero, el régimen libio constituye una autocracia, donde los caprichos de su dictador son el mando absoluto. Ciertamente, los desmanes fueron organizados bajo la supervisión del Gobierno; incluso los autobuses en que se trasladaron los vándalos fueron alquilados por agentes libios.
No podemos olvidar este crimen, pues no fue cometido contra un embajador en particular ni contra un Gobierno circunstancial, sino contra Venezuela.