Por Jacqueline Goldberg
En el acto de celebración del aniversario de la Unión Israelita de Caracas varios discursos mencionaron la Mishná del Pirke Avot, donde se explica que a los sesenta años comienza la vejez. Esa bella Mishná dice: “A los cinco años, para estudiar la Escritura; a los diez años, para estudiar la Mishná; a los trece años, para cumplir los Mandamientos; a los quince años, para estudiar el Talmud; a los dieciocho años, para las nupcias; a los veinte años, para procurar; a los treinta años, para la fuerza; a los cuarenta años, para el raciocinio; a los cincuenta años, para el consejo; a los sesenta años, para la vejez; a los setenta años, para la ancianidad; a los ochenta años, para la fortaleza; a los noventa años, para inclinarse; a los cien años es como si estuviese muerto, haya pasado y haya sido anulado del mundo”.
Más allá de los aspectos religiosos, la ciencia geriátrica explica que ciertamente a los sesenta años comienza la vejez, hoy denominada de forma más atinada: “segunda juventud”, “edad madura”, “juventud prolongada” o “tercera edad”. El aumento de las expectativas de vida, el apoyo médico, los tratamientos antienvejecimiento, la conciencia de los diversos métodos para mantener a tono la vida cognitiva, hace que tal edad se aleje cada vez más de días de invalidez o deterioro.
En el año 1950 había en el mundo 200 millones de personas mayores de 60 años. En 1970 se alcanzó la cifra de 307 millones y en el 2000 se superaron los 580 millones. El número de miembros de la llamada tercera edad aumenta veinte puntos porcentuales más que el crecimiento de la población y la edad de retiro se aleja cada vez más de las seis décadas que otrora implicaban senectud. Incluso algunas líneas de pensamiento gerontológico hablan de envejecimiento progresivo y señala que la etapa de los 60 a 74 años es de una “vejez joven”, mientras que de los 75 a los 89 años implica una “vejez vieja”. Esta contabilidad fue la que incentivó recientes manifestaciones y huelgas en Francia, cuando el Presidente Nicolás Sarkozy promulgó la polémica ley sobre la reforma de pensiones que elevó de 60 a 62 años la edad mínima legal de jubilación y de 65 a 67 años la de cobrar la pensión completa. La discusión no giraba en torno a cuándo se es viejo, sino a cuándo se tiene derecho al sosiego tras cuarenta años de trabajo.
Visto está que la vejez no es asunto de cuerpo sino de alma. Pero la cultura popular no deja de desdeñar de ella, nos dicen que empezamos a envejecer desde que nacemos, que quien no tiene un dolor después de los cuarenta es porque está muerto. Y a los intelectuales les ha seducido reflexionar sobre el tema. La escritora judeo-brasileña Clarice Lispector lo resume magistralmente: “Haber nacido me arruinó la salud”. Decía Lin Yu Tang: “La vejez es el precio que pagamos por estar vivos”. Y señaló alguna vez Gabriel García Márquez: “El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. Y está la célebre frase de Arthur Schopenhauer: “Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario”. Y están ideas más conciliatorias como las de Ingmar Bergman: “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.
Por fortuna, a la vejez no sólo se asocian vocablos oscuros sino también otros amables y optimistas: sensatez, madurez, asentamiento, prudencia, juicio, cordura, discreción, equilibrio, mesura y conciencia.
Ya Cicerón en su libro De Senectute —un diálogo entre Catón el Viejo con dos jóvenes, Escipión, hijo de Pablo Emilio, y su amigo Lelio— hablaba de no renegar de la vejez y verla como una etapa rica en dones y placeres: “Hay que hacer frente a la vejez (…) y hay que compensar sus defectos con la diligencia. Lo mismo que hay que luchar contra la enfermedad, hay que hacerlo contra la vejez”.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita / www.nmidigital.com