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Por Max Sihman
Desde mi infancia transito semanalmente por el evento fascinante de lo que ocurre los viernes por la tarde. Solía acompañar a mi padre y vecinos a la sinagoga en Maracaibo. A decir verdad, no entendía lo que se recitaba ni el orden de la ceremonia, pero era un día especial. Por la poca asistencia al club, se rezaba en la sección sefardí, y me gustaba entonar la melodía del Leja Dodi. Al regreso a casa, mi madre tenía encendidos los candelabros y nos esperaba con una mesa servida de una cena diferente. Éramos tres solamente y, como de costumbre, la comida se hacía en un corto tiempo.
Pasados los años, comencé a ir como invitado al Shabat en casa de familias para acompañarlos porque había chicas allí, costumbre muy tradicional en la época. Esa secuencia me permitió aprender un poco más sobre el significado de la cena y su especial importancia. Aprendí el Kidush sobre el vino y la bendición del pan.
Una vez casado y con compromisos familiares adquiridos, comienza a tener un sentido propio ese día, ya que es en nuestra casa la celebración. Mi esposa obtiene el severo cargo de ser la mamá del hogar. Los invitados generalmente eran los suegros mientras las hijas estaban chiquitas, pero en la medida en que fueron creciendo, venían jóvenes a la casa ese día. Me correspondió tomar lecciones en hebreo y entonar con reverencia el Kidush, y una de mis hijas acostumbraba recitar el Eshet Hayil, parte del ensayo dedicado a la mujer virtuosa, escrita por el rey Salomón.
El corre-corre comenzaba a eso de las 3 pm del viernes: me enviaban por la jalá, el vino y las flores; el pescado ya se había comprado en la mañana. En la casa se sacaban los manteles de encajes finos, la vajilla relucía por su belleza y esplendor, sobre la mesa un adorno de flores exóticas realzaba la sobriedad de la ocasión, el mismo número de candelabros según los miembros de la familia, en la cocina había varias hornillas con diferentes salsas hirviendo, en el horno un pavo relleno y no faltaba la olla a presión con la adafina a fuego lento. El pescado cocha ya estaba listo y una cantidad de ensaladas eran preparadas. Llegaba del trabajo antes de las 5 pm para asearme e ir a la sinagoga; allí, como es costumbre, se reza Minjá; al oscurecer, Kabalat Shabat, luego el Arvit y un Kidush rememorando la creación del mundo descrito en el libro del Génesis. Los asistentes a la sinagoga se saludan y desean un ¡Shabat Shalom!
Con la bendición de vivir cerca del templo, suelo ir caminando con mi esposa e hijas. Junto a nosotros, van varias familias en las mismas condiciones. Hoy mis hijas están felizmente casadas y tenemos nietos, así, el corre-corre continúa, ahora con mayor responsabilidad que antes, pues es a mí a quien preguntan los chicos sobre la tradición del Shabat.
Sí, es una experiencia única vivir la inmensa alegría de la familia unida alrededor de la mesa, las mujeres vestidas con sus mejores atavíos, rigurosamente peinadas y con una radiante sonrisa reflejada en sus caras. Corresponde al padre la satisfacción de dar las bendiciones a los hijos y recibir una paz sin igual.
Comenzamos de pie cantando el Shalom Aleijem, luego el anfitrión recita el Kidush con la copa de vino levantada, todos reciben vino, y luego se procede al Netilat Yadaim. Una vez lavadas las manos se permanece en silencio para la bendición del pan, igualmente el anfitrión levanta dos jalot y recita la bendición, se unta un poco de sal, se corta y se reparte entre los presentes. En ese momento, la cena está servida para comer.
La alegría de tener a la familia en esa corta ceremonia tiene una inmensa retribución de satisfacción y contenido espiritual al ver que se ha logrado continuar la tradición de dos mil años, demostrada en esta sencilla descripción de tres generaciones. ¡Bien vale la pena el corre-corre del Shabat!
Fuente: Nuevo Mundo Israelita

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