Por Beatriz W. De Rittigstein
Con la visita de Netanyahu a EEUU, se reafirmó el compromiso con Israel. Sin embargo, la seguridad de un país y especialmente uno tan amenazado, imperiosamente debe basarse en sí mismo, no en la buena voluntad de otro. Tampoco, los derechos de un país pueden depender sólo de la comunidad internacional. Abundan los ejemplos para escarmentar: Ruanda, Bosnia y más recientemente los cientos de sirios enfrentados a la represión de Asad. De allí que el premier israelí recalque que los límites de 1967 son indefendibles.
Cabe recordar que previo a la Guerra de los Seis Días, Israel fue amenazado con su destrucción. Sin más opciones para sobrevivir, la defensa israelí sorprendió con una rápida victoria.
Obligar a Israel a aceptar términos de paz sin negociar asuntos que ponen en peligro su existencia, constituye una visión parcial y arbitraria. La experiencia de los acuerdos de Oslo muestra que ningún proceso funcionará si la contraparte no es honesta.
El ajuste territorial no es garantía. Tras la caída de Mubarak, vemos apremios por romper el acuerdo de paz. Inmediatamente asumió el gobierno interino egipcio, permitió el paso por el Canal de Suez, de barcos militares iraníes rumbo a Siria, con armas para Hezbolá.
A fin de alcanzar un acuerdo definitivo, en Camp David, Ehud Barak ofreció el 97% del territorio reclamado. Bill Clinton es testigo de la respuesta de Arafat: si aceptaba se arriesgaba a que lo maten. Arafat no supo ser el líder valiente que el pueblo palestino necesitaba.
Enfrentando el mismo problema, hay indicios de una ingenuidad peligrosa y la repetición de las fracasadas ofertas en circunstancias agravadas, dado el crecimiento del islamismo radical y su campaña para deslegitimar a Israel.