Por Elías Farache S.
Doscientos años de independencia son muchos en este continente. Y doscientos años manteniendo un espíritu de liberalismo y amplitud son algo digno de admiración.
Esta patria noble que es Venezuela, con su gente y sus recursos, su carácter nacional, sus muchos pros y algunos contras, es admirada por muchos. Pero quienes más suman al sentimiento de admiración uno de profundo agradecimiento somos los judíos. Aunque tener nuestros derechos ciudadanos no sean un favor sino un deber de cualquier país, aunque no debamos nada ni nadie nos deba, nuestro agradecimiento a esta tierra y su gente pasa por aquello que sí es, no obstante lo que debiera ser.
Los judíos, perseguidos a lo largo de la historia por causas antagónicas, apreciamos mucho esto de ser tratados de manera igualitaria, es decir, conservando nuestro derecho a ser algo diferentes por razones de credo y quizás idiosincrasia. Esclavizados en Egipto al inicio de nuestra milenaria historia, hemos sido acusados de deicidas, de comunistas y de capitalistas. Culpables de esto y aquello, llevados a la hoguera, expulsados y quemados en campos de concentración. Estas cosas que no debieron ser, pero fueron, las pagamos con sangre y lágrimas. Claro que Venezuela es un paraíso.
A los doscientos años de independencia, los judíos podemos ver con más claridad que otros, que la libertad que se respira y vive en el ambiente venezolano, más allá de formalidades y legalidades, está arraigado en una especie de personalidad nacional, que señala algo así como que los países son como las personas. Y así como hay buenas personas, hay buenos países. Y este es el caso de la cumpleañera bicentenaria: un buen país de buenas personas.
Todos los judíos que llegaron a estas tierras, incluso si se trata de aquellos que llegaron en las embarcaciones de Colón, lo hicieron buscando y encontrando el refugio que todo ser humano merece para vivir con dignidad y seguridad. A pesar de las dificultades propias de la historia y del devenir de las naciones, este fue siempre el país de gracia y aquel desde el cual nos hemos ufanado quienes tenemos algún que otro pariente o conocido en el exterior.
Cuando era niño, muy pequeño, me enseñaron que en este país yo no tendría que temer por expresar mis simpatías y afectos. Como sí temieron mis padres y abuelos, y quizás mucho más aquellos de mis amigos, en sus países de origen, en distintos tipos de regímenes políticos pero en una muy común concepción discriminatoria para con los judíos. Así, nunca tuvimos empacho alguno es manifestar nuestro nexo con el Estado de Israel, el único estado judío del mundo, ni con los demás judíos del mundo. Tampoco nunca nos reprimimos de asumir posturas ideológicas que nos parecieran pertinentes, ni de expresar opiniones personales.
En una muestra de nuestra amplitud de criterios, nunca como grupo hemos tenido posición política como comunidad. Esto porque hay libertad de conciencia y porque… ¿quién ha visto a dos o más judíos con una misma opinión?
Doscientos años de independencia venezolana son pocos años comparados con la larga historia de los judíos. Pero la historia de los judíos en estos doscientos años en Venezuela es un oasis de paz y tranquilidad que dicen mucho bueno y auguran también buenas cosas.
Aunque en los últimos tiempos hemos recibido por primera vez los embates del antisemitismo, los ataques al sionismo productos de la manipulación y la ignorancia; aunque tenemos más de dos años sin embajada ni cónsul de Israel por estos lares, somos optimistas. Confiamos en que las coyunturas temporales no amargarán ni enturbiarán el verdadero carácter de una nación libertaria y justa. Y como buenos seguidores de Maimónides, siempre juzgamos al prójimo de buena fe.
Nos felicitamos por el bicentenario de una patria grande, generosa y cariñosa.
Le Jayim… por la vida. Por ahora … y por siempre.