La Biblioteca Biográfica Venezolana, que publica el diario El Nacional y Bancaribe, llega a su volumen 120 —auspiciosa cifra para los judíos— con la vida de Lya Imber de Coronil (Odessa, Rusia, 1914 – Caracas, 1981), la primera mujer en el país en obtener el título de Doctor en Medicina (especialista en Pediatría y Puericultura) y la primera mujer miembro de la directiva del Colegio Médico del Distrito Federal. La biografía recién aparecida viene de la mano de la escritora y psicóloga venezolana Ana Teresa Torres, autora de fundamentales novelas y ensayos. Publicamos, como abreboca a esta imprescindible lectura, uno de los capítulos del libro, que ya está en kioscos y librerías.
La primera médica venezolana
De acuerdo con Canino y Vessuri (2008) los primeros nombres de estudiantes universitarias se asoman a partir de la tercera década del siglo XX. Entre 1911 y 1939, de tres mil ochocientos veinticuatro egresados de la Universidad Central de Venezuela, apenas el 0.67 por ciento representaba la población femenina conformada por veintiséis mujeres, la mayoría en Filosofía, siete en Farmacia, una en Odontología, y cinco en Ciencias Médicas. Se comprende que cuando Lya ingresó a la Facultad de Medicina en 1930 provocara una gran sorpresa. De acuerdo con estas autoras, “[Ildefonso] Leal comenta en su libro Historia de la Universidad Central de Venezuela (1981) que cuando llegó la gente se agolpaba para verla pues era larguirucha, de ojos verdes y rubia, además no hablaba castellano… Su ingreso constituyó un gran desafío a la UCV para la época, y este hecho se convirtió en un gran acontecimiento en la Caracas aldeana, fresca y estudiantil”.
Según cuenta la periodista Ana Mercedes Pérez en su entrevista a Lya (1967: 374), fue tal el alboroto el día de su inscripción que el rector abandonó su despacho y la condujo en un automóvil hasta su casa.
La progenitura femenina de los estudios médicos en Venezuela requiere cierta introducción. Sonia Hecker (2005: 21-23), al estudiar el caso de Sara Bendahan, nos brinda datos muy valiosos sobre el particular. La primera venezolana que intentó ser médica fue Virginia Pereira Álvarez, quien ingresó en la Facultad de Medicina en 1911. Cuando fue cerrada la universidad por razones políticas (la huelga de los estudiantes que solicitaban la renuncia del ministro Felipe Guevara Rojas en 1912), Virginia se trasladó a Filadelfia y egresó en 1920 del Women’s College of Pennsylvania. Regresó a Venezuela en 1938 y fue fundadora de la Sociedad Venezolana de Bacteriología, Parasitología y Medicina Tropical, pero no se sintió bien recibida y regresó a Estados Unidos donde murió en 1947. Sara Bendahan constituye un antecedente de tinte trágico. Comenzó sus estudios en los años veinte, con buenas calificaciones, pero los innumerables problemas que la acechaban, como la pobreza, la salud física deficiente y una continua lucha que agotó sus condiciones psicológicas, hicieron que no pudiera graduarse hasta 1939. Seis años después falleció. Sabíamos de Ida Malekova, madre de Teodoro Petkoff, como una de las primeras en revalidar su título (1929), y que ejerció la medicina en el Centro Azucarero de El Batey (estado Zulia); pero Hecker da cuenta de un caso anterior: Dolores María Pianese de Essá, quien lo hizo en 1912. Menciona dos casos más de mujeres que revalidaron sus estudios realizados en el extranjero: Bouca Echkenazi de Kaletcheff en 1931, y Gishline Le Forestier en 1938; que entre estas pioneras haya cuatro mujeres judías (Bendahan, Malekova, Imber y Echkenazi) no hace sino confirmar la tradición de dedicación al estudio de la que Lya era heredera.
Comenta Humberto García Arocha (1982: 106) que con ella comenzaron otras dos estudiantes mujeres, quienes rápidamente abandonaron las aulas del antiguo edificio de la esquina de San Francisco. Probablemente no tenían su fortaleza, pero aun así ella recordó siempre ese difícil primer año de estudios, y las noches de llanto que le costaba el aislamiento en que vivía. En carta a una amiga que había dejado en Europa escribía: “He vuelto a quedar sola. Mis únicas posibles amigas venezolanas se han deslizado por estos claustros como las sombras del Dante” (Pérez, 1967: 371).
En suma, Lya Imber fue la única estudiante junto a ochenta y dos varones, y la primera venezolana en iniciar y culminar en el tiempo reglamentario el Doctorado de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. Así la retrata Luis Felipe Toro: sentada en primera fila, rodeada de sus compañeros, en un corredor del Hospital Vargas, sonríe a la cámara del celebre “Torito”, autor de buena parte de la gráfica venezolana de aquellos tiempos, pionero del reporterismo gráfico en El Cojo Ilustrado y en los más importantes diarios de la época.
Yo, Lya Imberg, rumana
La Universidad Central de Venezuela otorgó el título de Doctor en Ciencias Médicas hasta 1946. Posteriormente el título comenzó a ser, hasta la actualidad, el de Médico Cirujano. Los requisitos eran entonces finalizar los estudios de Medicina, aprobar el examen integral, y presentar una Tesis de Grado ante un jurado de tres profesores (Colmenares et al, 2008). El expediente de la alumna Lya Imberg, distinguido con el número cuarenta del año 1936, nos revela algunos datos interesantes. En primer lugar, originalmente la grafía del apellido incluía una “g” final, que posteriormente desapareció (probablemente porque en “venezolano” la consonante final se aspiraba y, para evitar confusiones, los interesados la eliminaron; no es algo infrecuente este tipo de modificación en los apellidos con pronunciación extranjera). El apellido materno, Baru, no consta en el expediente, pero —como nos señaló Jacobo Rubinstein— no es apellido judío, y lo más probable es que fuese Baruj o Baruch, y que perdiera la terminación en consonante por las mismas razones.
El examen integral fue presentado ante los profesores Félix Luciani, A. Borjas, H. Cuenca, R. Blanch y J.R. Blanco Gasperi, y la comisión encargada de estudiar la tesis estuvo integrada por los profesores J.L. Baldó, Leopoldo Aguerrevere y Gustavo Henrique Machado, quien sería para Lya un mentor. Los testigos del certificado de buena conducta, requisito para la solicitud de grado, fueron los abogados Francisco Meaño y Domingo Antonio Coronil, este último hermano de Fernando Rubén. La calificación final fue de veinte puntos.
La tesis se titulaba Ensayo de estadística de mortalidad infantil por tuberculosis en los niños de Caracas, y fue dedicada a las siguientes personas: “A mis padres y hermana. A mi compañero F.R. Coronil. A los doctores Alberto J. Fernández, Gustavo Machado y Jesús R. Rísquez. A mis amigos y maestros del Viejo Mundo”.
Pudiéramos decir que recogía en aquellos nombres sus más importantes afectos y agradecimientos: su familia directa, su futuro marido y, entre los profesores, a dos de quienes fueron más significativos en los comienzos de su carrera médica: Gustavo Henrique Machado y Alberto J. Fernández, quien fue una de las primeras personas que conoció recién llegada al país. Pero no puede eludirse el recordatorio de esos “amigos y maestros del Viejo Mundo”, quienes difícilmente sabrían de ella, y menos de la tesis, pertenecientes a la primera parte de su existencia, sus años de formación juvenil y sus recuerdos y nostalgias europeas, ciertamente muy traumáticas, pero que, al mismo tiempo, y quizá por eso mismo, constituían un fondo de emociones al que no podía renunciar. De la inmensa cantidad de recuerdos y memorabilia de una vida llena de acontecimientos académicos y profesionales, Lya no parece haber sido una muy constante coleccionista, demasiado ocupada en sus quehaceres presentes como para dedicarse a su registro, que a veces encomendaba a María Elena; sin embargo, no por azar quedaron en sus archivos un buen número de postales que le enviaba a su amiga Bera. Una de ellas, particularmente emotiva, hace mención de la grave enfermedad de su hermano pequeño como la razón principal por la que no había tenido tiempo de escribir más a menudo a su amiga Lilly. Esa postal que representa una escena de Ben Hur (no sabemos si en teatro o en ópera), enviada a Chisinau en 1928, y que precisamente habla de la enfermedad de un niño, como una premonición de lo que sería en el futuro su más profunda preocupación, es sin duda una huella del mundo de afectos de los que había tenido que separarse cuando se embarcó hacia Venezuela.
En cuanto a los otros graduandos de esa promoción de 1936 algunos nombres saltan a la vista como figuras señeras de la medicina venezolana con los que mantendría una constante amistad. A Humberto García Arocha añadimos ahora los nombres de Simón Gómez Malaret, Pablo Izaguirre, José Tomás Jiménez Arráiz, Manuel Méndez Gimón, Francisco Montbrún y Joel Valencia Parpacén —“lo quise como a un hermano; hoy es mi extraordinario vecino”—, monseñor Augusto Márquez, Rafael Rísquez Iribarren, entre otros.
Como muchos europeos orientales, Lya hablaba varias lenguas: el ruso materno, el francés del liceo, el rumano de su segunda patria, nociones de alemán, y posiblemente comprendía el yidish. Otra anécdota del profesor de Anatomía cuenta que éste le dijo que cuando llegara el examen final no podría presentarlo porque no hablaba castellano, a lo que Lya respondió que para entonces lo hablaría. Y así fue; pronto dominó el idioma a la perfección, conservando un ligero acento que denotaba que no era su primera lengua. También adquirió un razonable manejo del inglés durante una larga temporada que pasaron en Londres, cuando María Elena terminó la universidad y Fernando el bachillerato.
Con la presentación de esa tesis en julio de 1936 culminaba el periplo de seis años, desde que en septiembre de 1930 había introducido su solicitud de inscripción ante el rector de la Universidad Central de Venezuela.
“Yo, Lya Imber, rumana, ruego a usted se sirva hacerme inscribir entre los aspirantes a cursar el primer año del curso de Doctor en Filosofía y Letras. Acompaño los documentos de Ley”.
No podemos determinar la razón de esta inscripción en Filosofía y Letras; pudo ser un paso administrativo previo a su posterior traslado a la Facultad de Medicina, pero también una duda inicial en cuanto a su porvenir. Sofía cuenta que las humanidades habían sido su primer interés cuando terminó el bachillerato, y Lya, en la entrevista con Ana Mercedes Pérez, parece confirmarlo (1967: 376): “La verdad es que quise estudiar Humanidades, pero esa facultad no la había en la universidad; entonces opté por Medicina, a la que me entregué con pasión”. Ciertamente fue en 1946 cuando Mariano Picón Salas transformó la Facultad de Filosofía y Letras en Facultad de Humanidades y Educación, pero aun así es lícito pensar que su vocación de servicio la inclinó más a la Medicina que a la Filosofía.
Consigna la aspirante un diploma de bachiller expedido por el Ministerio de Instrucción de Rumania, cuya equivalencia por el Certificado Oficial de Suficiencia de Instrucción Secundaria venezolano reconoce el Consejo de Instrucción de los Estados Unidos de Venezuela en fecha 12 de noviembre de 1930, autorizando su inscripción en el primer año del curso de Filosofía y Letras. Asímismo, con fecha del 13 de noviembre del mismo año, el secretario de la Universidad Central de Venezuela hace constar “un documento en lengua rumana vertido al español”; es decir, la citada certificación de nacimiento de M. de J., rabino de Soroco: “Nos, el Rabino de Estado del distrito Soroco en vista de la certificación de los habitantes de la ciudad de Soroco de 22 de mayo de 1922, certificamos que en la casa de Noun Imberg y de su mujer Ana nació en el mes de mayo de 1912, el día 5, en la villa de Odessa, una hija suya llamada Lya. Rabino de Estado. Constancia que expido a partir de parte interesada y de orden del ciudadano rector en Caracas, a 13 de noviembre de 1930”.
Contra los pronósticos de su profesor de Anatomía, que no era otro que el famoso y temido Pepe Izquierdo, lo había logrado. Después de los primeros exámenes, el maestro tuvo que reconocer que la bachiller Imber era la más destacada, y en premio, y probablemente a modo de desagravio, le regaló los textos de Testut, escritos en francés y considerados entonces la biblia del conocimiento anatómico. Quizá Lya tuvo que morderse los labios para dar las gracias, pero los recibió de buen grado; eran tan necesarios como costosos. Curiosamente Sofía recuerda con mucha simpatía al doctor Izquierdo, que era muy amable con ella cuando la veía llegar a la Universidad a reunirse con su hermana.
Otra anécdota de estos tiempos de estudiante habla de las “bromas”, por llamarlas de alguna manera, de sus compañeros que se divertían metiendo en su cartera órganos masculinos de cadáveres o llevando latas para orinar en prueba de que sólo había varones en aquella facultad. Son las mismas que relata Francisco Montbrún a propósito de Sara Bendahan: “Le hacían cosas tremendas. Le ponían piezas de cadáver en la cartera. Una mañana la vi en el comedor del hospital; una de las sillas estaba un poco hundida, la llenaron con agua y la hicieron sentarse sin que ella se diera cuenta”. José Rojas Contreras, de la misma promoción de Sara, agrega: “No se veía con simpatía por la comunidad que una mujer estudiara Medicina” (Hecker, 2005: 79-80). Más banales eran los comunes intentos de seducción o la consabida chanza de enseñarle groserías a quien todavía no maneja el idioma.
Lya había conocido el trato discriminatorio en Rumania y fue su padre quien la ayudó a sobreponerse a aquellos ataques del antisemitismo. Ahora le tocaba el “machismo criollo”, pero probablemente esa misma fortaleza adquirida muy joven la llevó a seguir estudiando sin detenerse demasiado en las tonterías ajenas. De todas maneras, cuando se casó con Fernando Rubén Coronil, su condiscípulo, quien con el tiempo fue un prestigioso cirujano y profesor, miembro de la Academia Nacional de Medicina, las bromitas terminaron. Pero no fue solamente el matrimonio. Lya sabía ganarse el respeto. En una oportunidad un compañero le ensució deliberadamente el vestido, y su encendida protesta llegó a oídos del rector (pensamos que era Plácido Rodríguez Rivero). Éste, de nuevo en funciones de salvador de aquella peculiar alumna, la hace llamar para que declare el nombre del culpable. La alumna responde: “Dígale al rector que yo he venido a la universidad a estudiar y no para ser espía de mis compañeros” (Pérez, 1967: 372).
No solamente como estudiante, sino luego como profesional en una sociedad en la que todavía era muy raro, y casi improcedente, que una mujer casada y con hijos trabajara fuera del hogar, Lya se impuso gracias a su liderazgo nato. Así opinan sus cercanos colaboradores: la doctora Zaira de Andrade y el doctor José Francisco, quienes la recuerdan en el Hospital de Niños quitando con sus manos un cartelito que decía: “Prohibida la entrada de mujeres con pantalones”. Da la impresión de que Lya Imber estaba dispuesta a impedir que en una vida que había comenzado con tan grandes contratiempos se interpusieran después obstáculos tan menores.
Lya, comunicadora
Lya acudía a los programas de radio para expresar sus denuncias o requerimientos institucionales, y también tuvo varias apariciones en televisión. Especialmente fue invitada en diversas ocasiones al programa Nuestros muchachos, transmitido por Radio Caracas Televisión durante dieciocho años por Carlos Izquierdo, quien fue director del centro audiovisual que fundó Antonio Pasquali en el Ministerio de Educación. Fue entrevistada por Sofía Imber y Carlos Rangel en el programa Lo de hoy (1976), transmitido por Radio Caracas Televisión; y en el mismo canal por Marcel Granier en 1978. Además, tuvo una participación continua en la grabación sonora Veintiséis minutos para el mañana, de la Liga Venezolana de Higiene Mental, que durante los años sesenta y setenta contó con su voz para hablar de los más diversos temas de utilidad para padres, maestros y, en general, para los profesionales vinculados a los problemas de la infancia y la adolescencia: el aborto, la boleta de calificaciones, el cuidado de los hijos mientras las madres trabajan, la desnutrición, el hijo único, la adopción, serían algunos de ellos.
El ochenta por ciento de sus escritos se recoge en publicaciones seriadas; de ellas la mayor parte en el diario El Nacional, desde 1955 hasta 1980, y en la revista Kena, entre 1964 y 1967. Las décadas de mayor productividad fueron las de los sesenta y setenta. A esto habría que añadir los foros, entrevistas y artículos sobre su obra que suman más de cuarenta. También fue notable el número de sus publicaciones en revistas científicas, particularmente en Archivos venezolanos de pediatría y puericultura, y en el Boletín del Hospital de Niños (Rengifo y Rosales, 1987)
Ana Teresa Torres (Del capítulo “Del hospital a la pediatría social”, en Lya Imber de Coronil. Caracas: Biblioteca Biográfica Venezolana de El Nacional, 2010)
Fuente: Nuevo Mundo Israelita / www.nmidigital.com