Por Roni Goldberg
No habrá de pasar demasiado tiempo, y tarde o temprano la Autoridad Nacional Palestina conducida por Abu Mazen dará por concluida la presente etapa de cargar contra Israel en los distintos foros internacionales –por cierto, estrategia preferible infinidad de veces a los cruentos métodos de su predecesor, Yaser Arafat– y se avendrá a sentarse nuevamente a la mesa de negociaciones. Uno de los temas más ríspidos sobre la mesa, quizá el último en abordarse, será la solución al problema de los refugiados palestinos, que reclaman su llamado "derecho al retorno". Lo que nos lleva indefectiblemente a la historia de los refugiados judíos que huyeron de los países árabes.
El establecimiento del Estado de Israel en 1948 trajo aparejados dos movimientos migratorios encontrados: la denominada Nakba ("tragedia") del pueblo palestino, durante la cual unos 650.000 palestinos según datos de UNRWA abandonaron sus propiedades y sus tierras en el que pudo ser el Estado palestino, rumbo al exilio; y el éxodo no menos trágico de 850.000 judíos que habitaban hasta ese momento en el mundo árabe, y que debieron abandonarlo todo en su huida rumbo al Estado judío.
Por publicitado, manido y machacado que haya sido el exilio palestino a lo largo de los 62 años transcurridos, eso no lo convierte en un evento histórico más trágico, o su solución más justa, que el exilio forzoso sufrido por los judíos del mundo árabe.
Los palestinos abandonaron sus tierras al fragor de los combates, de los que muchos de ellos participaron activamente, si bien los más lo hicieron aleccionados por los países árabes atacantes: "pónganse a resguardo por unos días o unas semanas –recomendaron– hasta que arrasemos al incipiente Estado y arrojemos a los judíos al mar; entonces podrán regresar, y todo será de ustedes". Lamentablemente para ellos, el fin fue bien distinto. Los judíos, en cambio, debieron huir masivamente de sus países dejándolo todo para salvarse de los pogromos, los asesinatos impunes y la discriminación institucional a la que fueron sometidos por los gobernantes árabes desde antes aún de la institución del Estado hebreo, convirtiendo a sus pacíficos y leales súbditos en rehenes de lo ocurrido en la lejana Palestina. Comunidades judías milenarias fueron condenadas a desaparecer en poco tiempo casi sin dejar rastros.
La diferencia entre los refugiados judíos y árabes no se detiene sólo en su origen distinto, sino radica principalmente en su destino desde entonces: los palestinos han sido convertidos en propaganda viviente, discriminados adrede por los líderes de su propio pueblo y de los soberanos árabes que les brindaron limitada acogida, perpetuando su miseria generación tras generación, en un caso único en el mundo en que los nietos y los bisnietos aún son segregados como refugiados, con su propia agencia humanitaria –la mencionada UNRWA– que sigue manteniéndolos luego de más de seis décadas. Los países árabes les niegan hasta el día de hoy los más elementales derechos, les impiden naturalizarse, trabajar libremente o incluso casarse con sus ciudadanos –no sea cuestión de apagar la llama votiva de la causa– sin ofrecer un mínimo paliativo a tanto sufrimiento inútil.
Los emigrados judíos que huyeron de los Estados árabes, en cambio, jamás le pusieron nombre propio a su desgracia ni persiguieron efectos propagandísticos ni reclamaron el retorno a sus países de origen, y sólo últimamente defienden su derecho a una indemnización justa por los bienes confiscados, propios y comunitarios. En lugar de seguir rasgándose las vestiduras, hicieron ingentes esfuerzos por dejar atrás la huida ilegal por caminos peligrosos, las condiciones paupérrimas y las privaciones con las que los recibió a falta de medios su nueva tierra de acogida, y prefirieron apostar por el futuro: por un Estado judío convertido en un vergel y en un faro de modernidad y libertad, y por hijos y nietos liberados de la tragedia de sus progenitores. Israel jamás habría imaginado hipotecar las vidas de segundas y terceras generaciones de refugiados, sólo para que oficien de propaganda. Los palestinos y sus mentores lo siguen haciendo hasta hoy, exprimiendo hasta la última gota unas penurias meticulosamente resguardadas y transmitidas de padres a hijos, y rechazando de plano cualquier intento de solución. Lamentablemente, se han quedado con poco más que eso: propaganda.
Toda solución al conflicto entre árabes y judíos en el Medio Oriente, deberá poner punto final y hacer justicia con sendas tragedias de árabes y judíos. Si la solución habrá de estar enmarcada en la fórmula "Dos Estados para dos pueblos", entonces el remedio al drama humanitario de los refugiados palestinos y su retorno y reubicación deberá hallarse exclusivamente en el marco del futuro Estado palestino, del mismo modo que los refugiados judíos se asentaron en el Estado de Israel. Las reparaciones y compensaciones pecuniarias a las que dicha solución haga lugar, deberán tener en cuenta los derechos de los refugiados judíos que huyeron de los países árabes dejándolo todo. El anhelado momento de las soluciones será también el tiempo de reivindicar los hechos históricos tal cual fueron, sin manipulaciones ni tergiversaciones.