Por Julián Schvindlerman
El recorrido del virus antisemita en los ámbitos cristiano y musulmán ha sido circular. Originalmente, el mundo árabe e islámico tomó de sociedades cristianas algunos componentes importantes del repertorio antisemita, como ser el libelo de sangre, las teorías conspirativas y la negación del Holocausto. Las tres subsisten cómodamente en el Medio Oriente hoy en día, con adaptaciones coyunturales autóctonas. Posteriormente, árabes y musulmanes gestaron un antisemitismo político centrado en el estado judío que fue adoptado después por los occidentales cristianos, especialmente aquellos que se identifican con la izquierda, haciendo del antisionismo su grito de guerra antijudío.
Los orígenes de este fenómeno datan del nacimiento mismo del Estado de Israel, pero éste recibió cobijo diplomático-jurídico en 1975 cuando, por iniciativa árabe e islámica y con fuerte apoyo soviético, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Resolución 3375 que equiparó al sionismo con una forma de racismo. Nunca antes había un movimiento de liberación nacional sido tildado de racista en el foro de la ONU, ni nunca después. Aún cuando esta resolución fue repelida en 1991, la fórmula “sionismo = racismo” sentó un precedente diplomático y moral singular. La participación soviética en esta iniciativa presagió la relación sentimental que une en la actualidad a la izquierda radical con el fundamentalismo islámico.
La URSS puede haber desaparecido, pero el romance izquierdista mundial con el islamismo persiste. Los atentados del 9/11 (como se refiere a la fecha en inglés) lo han dejado en evidencia. Ideólogos y militantes de la izquierda fanática vieron en ese atentado un acto de lucha revolucionaria contra el capitalismo global. Ungiendo a Al-Qaeda como el arquetipo de la lucha proletaria, la izquierda radical reformuló al anarquista de antaño con el packaging del terrorista islamista y materializó lo que Pierre André Taguieff denomina el “Eterno retorno alucinatorio del Che Guevara…un residuo de guerrillero, una brizna de Robin Hood, un aire de mártir islámico”.
Cuando la lucha de clases marxista queda desdibujada en una guerra santa islamista es momento de advertir los destinos peculiares a los que el fanatismo puede llevar. Habiendo determinado que el terrorista musulmán es un desposeído que -tal como el anarquista legendario, debe apelar al terrorismo, la mentada “arma de los débiles”- todo acto quedará justificado. En este esquema, la “lucha de liberación” del pueblo palestino ocupa un lugar estelar. No pareciera haber crimen posible merecedor de sanción moral por parte de las elites progresistas en occidente que un palestino pudiera cometer. Él puede lanzar cohetes desde mezquitas, hacer estallar en mil pedazos a estudiantes en una universidad, transportar explosivos en ambulancias, ocultar bombas en mochilas de escolares, declarar a los cuatro vientos que él exige Palestina desde el río al mar, y puede estar seguro de que las almas nobles de occidente siempre encontrarán una explicación apologista para su acción.
El confortable rol de víctima le da el derecho a odiar, matar y destruir, porque él es un desposeído, un oprimido, un humillado, y en consecuencia tiene derecho, es merecedor del buen trato de todas las nobles conciencias. Este falso pietismo a favor de quienes se han convertido en el pueblo elegido de la izquierda fundamentalista, halló expresión florida en estas palabras del escritor francés Jean Genet: "La elección que uno hace de una comunidad privilegiada… es una elección que se verifica por medio de una adhesión no razonada, no porque la justicia no tenga en ella su lugar, sino porque esa justicia y toda la defensa de esa comunidad se realizan en virtud de una atracción sentimental, tal vez incluso sensible, sensual; soy francés y, sin embargo, por entero, sin crítica, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho de su parte, dado que les amo". En otras palabras, Genet no dijo “amo a los palestinos porque tienen el derecho de su parte”, sino “porque les amo, tienen el derecho de su parte”. Prueba ésta del ingrediente emocional del pro-palestinismo de izquierdas.
¿De qué hablamos cuando hablamos de nuevo antisemitismo?
Involuntariamente, la expresión es cierta y engañosa al mismo tiempo. Efectivamente, se percibe algo novedoso respecto de las actuales acusaciones contra los judíos. Al menos en las principales y aceptadas corrientes de opinión de Occidente, éstos ya no están siendo acusados de asesinar a Jesucristo, o de contaminar pozos de agua, o de controlar la economía mundial, o de estar detrás de todas las revoluciones habidas y por haber. Ya no vemos las discriminaciones, acosos, expulsiones, o pogromos que antaño aquejaron a los judíos de manera cotidiana. Por supuesto, el antisemitismo clásico, el prejuicio tradicional popular, siempre persistirá en ciertos sectores de cualquier sociedad.
Pero al hacer una evaluación del conjunto social, podemos razonablemente decir que los judíos de Occidente están menos expuestos a las difamaciones usuales del tipo que han recibido a lo largo de la historia. Ahora, las acusaciones no parecen estar dirigidas al judío como individuo, o como grupo (salvo la negación del Holocausto, cuyo propósito es remover del récord de la historia reciente la memoria del sufrimiento judío), sino al Estado de Israel, país al que la mayoría de los judíos del mundo están afectivamente vinculados.
Obviamente, estamos excluyendo del análisis la crítica política al Estado de Israel. Ella es perfectamente legítima y, de hecho, necesaria para su mejoramiento como nación, en tanto sea a lugar, justa y proporcionada. Estamos hablando más bien de la crítica antisemita al Estado de Israel, aquella que somete al único estado judío del globo a estándares utópicos de moralidad, que lo expone al escrutinio internacional de manera selectiva, y que invita a la condena pública con una saña que delata su intencionalidad. En el extremo más evidente se ubica el antisionismo descarnado, definido como la negación del derecho a la existencia de un estado judío. Quién se manifieste a favor de la auto-determinación nacional de todos los pueblos menos el judío, claramente está incurriendo en un acto discriminatorio, y como tal acto discrimina negativamente contra los judíos, resulta incuestionable que es un acto judeófobo. Pero hay otras formas más sutiles de oposición a la existencia de un estado judío y es necesario exponerlas cuando éstas se hacen presentes.
Cuando ciertas personas, organizaciones, grupos o naciones, hacen sistemática y obsesivamente de Israel su foco de atención; cuando sin fundamento real la acusan de cometer crímenes de guerra, violar la ley internacional, cometer genocidio; cuando maliciosamente la tildan de nación “nazi” o la comparan con la Sudáfrica del Apartheid; cuando hacen todo ello, están ejercitando una forma menos brusca pero igualmente cierta de antisionismo. En el mejor de los casos, ella pretende difamar a Israel, atacar ideológicamente al estado judío y presionarlo hacia la adopción de políticas que pondrían seriamente en riesgo su existencia. En el peor, aspira a aislar al estado judío de la comunidad internacional como preludio para su obliteración. Al presentarlo como un estado-paria más allá de toda civilidad y contemplación, ubica a la nación hebrea en oposición al resto del mundo ¿Pues quién estaría dispuesto a tolerar un estado nazi en pleno siglo XXI? La acusación infundada no sólo anhela difamar, sino a incitar operativamente. Conforme ha señalado el ex Ministro de Justicia de Canadá Irwin Cotler, la noción de que Israel es un estado apartheid lo ubica como parte de la lucha contra el racismo y la discriminación.
En un sentido más elemental todavía, sea esa su intención o no, las condenas masivas anti-israelíes promueven antisemitismo porque sugieren la idea distorsionada de que en Jerusalem se encuentra la principal fuente de maldad e incorrección moral del mundo.
Y aquí es donde notamos que las acusaciones antisemitas clásicas que pensábamos habían sido por siempre expulsadas del discurso ético contemporáneo, parecen resucitar en un shockeante reciclaje intelectual. El libelo de sangre medieval halla su equivalente moderno en la acusación de que los israelíes masacran niños palestinos. La acusación de que los judíos propagaban la peste negra en todo el continente europeo halla eco en la noción de que Israel provoca inestabilidad en todo el Medio Oriente.
Las teorías conspirativas encapsuladas en los Protocolos de los Sabios de Sión resurgen en la fantasía del control judío de la política exterior estadounidense. Las equivalencias no son perfectas, desde ya. Pero cualquiera mínimamente familiarizado con el discurso judeófobo tradicional puede detectar, una vez más, su intención. Podrán cambiar las formas, pero el propósito sigue siendo el mismo: fomentar la exclusión del judío de la sociedad, ayer; fomentar la exclusión del estado judío de la comunidad internacional, hoy.
Esto nos lleva a concluir que lo que pudiere haber de novedoso en el denominado “nuevo antisemitismo” está más ligado a la realidad circundante que al fenómeno en sí. Más parece ser el mismo y añejo antisemitismo, en un contexto diferente, con nuevos modos de acción, más a tono con los códigos de nuestros tiempos. Nuestro entendimiento del “nuevo antisemitismo” requiere la aceptación de que el antisionismo es una forma de antisemitismo.
Debemos aceptar que así como hay un antisemitismo de tipo religioso, y lo hubo uno de índole racial, hoy asistimos al espectáculo de un antisemitismo de carácter político. Este tipo de antisemitismo, “es la más reciente y menos comprendida forma de prejuicio” según Kenneth Stern , entre otras cosas porque los propios antisemitas políticos se declaran antisionistas a la par que niegan ser antisemitas. No obstante, luce atinada la caracterización que se ha hecho del antisionismo como el antisemitismo con buena conciencia.