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Por Beatriz W. De Rittigstein
Desde que Ahmadinejad salió del gris anonimato al convertirse en el presidente de la teocracia iraní, vemos sus frecuentes amenazas a Israel. Resulta obvia su intención de deslegitimar al Estado judío, como un paso previo a su pretendida destrucción. Este proyecto instigado y financiado por el régimen de los ayatollahs, alcanza al pueblo judío, copiando la negación del Holocausto, con la que los nazis trataron de escabullirse.
Ahmadinejad ha incluido a América Latina en sus designios. Estos planes no son nuevos. En los 90, Irán intentó alcanzar a la Argentina; con el fracaso de ese ensayo, ocurrieron los ataques terroristas contra la embajada de Israel en Buenos Aires y la sede de la AMIA.
Ahora la expansión iraní en Latinoamérica es generalizada; está en fábricas de alimentos, tractores y carros, cuyas inversiones no son proporcionales a la nula producción. En Bolivia, Irán va ganando protagonismo en salud, medios de comunicación y defensa. El pasado junio, Irán desafió a la justicia mundial cuando Ahmad Vahidi, ministro de Defensa, requerido por Interpol, estuvo en Santa Cruz, junto a Evo Morales, en el Colegio Militar de Aviación.
Hace un par de semanas, Irán dio un paso más al exportar sus odios a Uruguay. El embajador Hojjatollaj Soltani, abusando de un país democrático, soltó que el Holocausto "es una mentira".
El siniestro accionar del extremismo islámico en nuestro continente requiere de una política contundente. Lamentablemente, el canciller boliviano, David Choquehuanca, dio una excusa inadmisible y en vez de apresar a Vahidi, lo "expulsó" del país. Y, en Uruguay, el gobierno reaccionó después de varios días y de forma sumisa. No comprenden o no quieren ver el peligro al que exponen a sus países.

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