Por Juián Schvindlerman
Tres son las comparaciones odiosas más prominentes del arsenal antiisraelí en la actualidad: Israel como régimen Apartheid, como estado nazi, y como colonia imperialista. Tal como en el antisemitismo tradicional, consisten en acusaciones exageradamente fantásticas.
Para que la analogía del Apartheid tuviese validez, Israel debiera ser un país de mayoría árabe gobernada por una minoría judía que la sojuzgara. Debiera haber incorporado el racismo a sus leyes, haber prohibido el casamiento interracial, designado asientos especiales en los autobuses para ellos, determinado que disciplinas podrían estudiar y donde podrían residir. La minoría árabe de Israel representa alrededor del 20% de la población total del país. A pesar de tratarse de una minoría afectivamente vinculada a naciones que han guerreado con Israel en el pasado, y a pesar de la identificación nacionalista que muchos miembros de esta comunidad expresan con los palestinos, quienes mantienen una confrontación con Israel, éstos gozan de una libertad de expresión cívica, política, religiosa, cultural y social superior a la de cualquier país vecino donde los árabes son mayoría. Sus mezquitas e iglesias no son profanadas, ni sus poblados atacados, ni sus comunidades marginadas. Tienen acceso a las escuelas, universidades, hospitales y centros de entretenimiento en paridad con los israelíes.
Han obtenido bancas en el Parlamento, han llegado a la Corte Suprema de Justicia, han tenido asiento en el gabinete israelí; los druzos y beduinos han servido incluso en el ejército y en la policía. Claramente, no hay base alguna para la comparación. Y sin embargo, la equiparación es un clásico del género. Los periodistas la usan continuamente. Un ex presidente norteamericano, Jimmy Carter, ha escrito un libro dedicado a este tema, con el título Peace, Not Apartheid. El Arzobispo Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz por su oposición al Apartheid en Sudáfrica, afirmó: “Al venir de Sudáfrica…y ver los puestos de control [israelíes]…cuando se humilla a un pueblo a tal punto en que lo están haciendo -y si uno recuerda el tipo de experiencia que tuvimos cuando estábamos siendo humillados- cuando se hace eso, no se está contribuyendo a la seguridad de uno mismo”.
Desde el año 2005 se desarrolla en diversas universidades del mundo The Israel Apartheid Week. Una medida de su éxito puede apreciarse en su expansión. En 2005 se efectuó solamente en Toronto. Al año siguiente se expandió a Montreal y Oxford. Para el 2007 cinco nuevas localidades se habían sumado, incluyendo Nueva York. En 2008 veinticuatro sitios organizaban el evento. En 2009 fue llevado a cabo en 27 ciudades en Estados Unidos, Canadá, Escocia, Inglaterra, Sudáfrica, México, y Noruega. Cuarenta ciudades anunciaron su participación para la edición 2010.
Aún en Cisjordania se organiza el encuentro del Apartheid israelí; una ironía que seguramente pase inadvertida para sus organizadores y seguidores. Ni siquiera la Valla de Seguridad, comúnmente referida como “el muro”, califica en la definición, lo que, por supuesto, no evita su uso. “¿Cuál es el término más adecuado?” pregunta retóricamente al respecto Geore Soros, con intención condenatoria, “¿´la valla de seguridad incompleta de Israel´ o ´un muro de Apartheid´?”.
Que esta valla fue construida con el único propósito de prevenir atentados terroristas suicidas cometidos de a cientos por los palestinos (los cuáles ocasionaron enorme sufrimiento en Israel), que es una medida defensiva, que los israelíes hubieran preferido no tener que construirla, y que no obedece a ninguna doctrina diseñada para separar poblaciones sobre premisas de pureza racial, fueron el tipo de hechos objetivos nunca considerados por los fans de esta equivalencia.
La forma más convencional de negar el Holocausto consiste en rechazar, relativizar o minimizar el genocidio nazi de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Otra manera de negacinonismo es atribuir a Israel la comisión de un Holocausto contra los palestinos. En primer lugar, presenciamos la tergiversación alevosa de la realidad. En segundo término, se tergiversa la historia de la Shoá, pues si lo que Israel practica es un Holocausto, entonces a grandes rasgos el padecimiento palestino de hoy día es lo que deben haber sufrido los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Un tercer punto que sirve de corolario es el desplazamiento del sufrimiento del pueblo judío al pueblo palestino. Si los israelíes son los nazis/victimarios, entonces los palestinos son los judíos/víctimas.
Para que la comparación funcione, según ha imaginado el profesor Bernard Harrison, debiera haber en Israel un partido fascista represor de todo pensamiento diferente. Los izquierdistas israelíes debieran estar siendo perseguidos, arrestados y enviados a campos de concentración. La población árabe debiera estar siendo marginada de la vida económica, cultural, política y social del país. El equivalente a una Kristallnacht anti-árabe debiera ocurrir. En algún momento debiéramos ver trenes partiendo a destinos desconocidos repletos de árabes-israelíes amontonados en sus vagones. Y finalmente, tarde o temprano debiéramos oír acerca de campos de exterminio, selecciones, gaseamientos, ejecuciones, fosas comunes y chimeneas gigantes contaminando el paisaje hebreo con el humo del asesinato industrial de árabes y palestinos.
La inexistencia de este escenario no impide que la acusación prospere. “¿No repudian los judíos el Holocausto? Y esto es precisamente lo que estamos presenciando [en Gaza]” afirmó Hugo Chávez. Israel, según L´Osservatore Romano, lleva adelante “una agresión que se convierte en exterminio”.
La municipalidad de Barcelona canceló una ceremonia recordatoria del Holocausto a principios de este año porque “realizar una ceremonia del Holocausto judío mientras que un Holocausto palestino ocurre no estaba bien”. En una conferencia dictada en Beirut a finales del 2001, el académico Norman Finkelstein tildó a las acciones militares israelíes de “prácticas nazis”, aunque con “novedades a los experimentos nazis”.
El poeta y profesor de la universidad de Oxford Tom Paulin publicó un poema en la revista británica The Observer en el cuál refiere a los soldados israelíes como “Zionist SS”. El tema ha sido un favorito en las pancartas erigidas en las manifestaciones antiisraelíes durante las últimas confrontaciones entre Israel y Hamas, incluso en Estados Unidos. “Israel: el Cuarto Reich” (Nueva York), “Holocausto palestino en Gaza hoy” (Chicago), “Elevar a Holocausto versión 2.0” (Los Ángeles).
Tal la permisividad social contemporánea de abusar del Holocausto, que la famosa personalidad televisiva noruega Otto Jespersen lamentó que miles de millones de piojos hayan muerto con los judíos en las cámaras de gas. En Alemania, la cadena de locales de café Tchibo se vio impelida a retirar de circulación unos siete mil carteles publicitarios de su nuevo café con el lema “A cada cuál lo suyo”, una frase tomada por los nazis del griego antiguo que adornaba la entrada al campo de concentración de Buchenwald.
Una encuesta del Daily Telegraph de principios de marzo revelo que el 5% de niños británicos en edad escolar consultados sobre el significado de la palabra Auschwitz respondieron que era una marca de cerveza, un tipo de pan o un festival religioso. La última guerra entre Hamas e Israel dio lugar a una situación surrealista. A la vez que unos acusaron a los israelíes de ser nazis, otros bregaron abiertamente por imponer un nuevo Holocausto contra el pueblo judío. Mientras que en Brasil el Partido dos Trabalhadores calificó la represalia israelí contra el Hamas de “práctica nazi”, en Italia el sindicato Flaica-Uniti-Club pretendió resucitar las leyes raciales fascistas al instar a boicotear las tiendas comerciales pertenecientes a los judíos de Roma. Mientras que en Mar del Plata el titular del Centro Islámico aseguró que “prontamente Israel, como el Estado Nazi, desaparecerá y será solamente un mal recuerdo del pueblo árabe”, en Holanda manifestantes gritaron “gaseen a los judíos”. Mientras que un alto oficial vaticano equiparó a Gaza con “un gran campo de concentración”, manifestantes corearon en la Florida contra los judíos: “regresen a los hornos”.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial no hemos presenciado un llamado tan explícito a liquidar judíos en las capitales del mundo libre. Que se invoque retórica nazi contra los judíos al protestar contra la política militar de Israel, país que a su vez es acusado de ser nazi al lidiar con los palestinos, es un escenario tan novel como inquietante. “El Holocausto”, ha escrito Walter Reich, quien fuera director del Museo del Holocausto de Estados Unidos, “está siendo crecientemente usado como un arma contra los judíos y el estado judío”.
Al igual que las dos anteriores acusaciones descabelladas, la equiparación de Israel con el colonialismo y el imperialismo demanda la desconsideración del conocimiento histórico, la supresión del sentido de la proporción y la anulación del sentido común. Los pensadores y líderes sionistas del siglo XIX hallaron inspiración para su propia causa nacional en las luchas de nacionalistas serbios e italianos y otros contra los imperios otomano, ruso y el Vaticano. Desde su nacimiento, el sionismo fue un enemigo del imperialismo. Yehuda Alkalai vio en la lucha serbia contra los otomanos musulmanes un ejemplo motivacional para la propia causa nacional de los judíos. Moses Hess vio en los hombres de Garibaldi y su rebelión por una república italiana un modelo de nacionalismo a emular.
Ningún líder sionista declaró jamás que el objetivo del sionismo era la conquista de tierras foráneas para dominar a otros pueblos y expoliar sus riquezas. Prominentes intelectuales judíos se opusieron a la creación del estado judío en Palestina dado que ese no era un territorio enteramente despoblado. El dramaturgo inglés Israel Zangwill creó una corriente denominada los “territorialistas” que defendían la idea de construir el hogar nacional judío fuera de Palestina y apoyaron la sugerencia británica en 1905 de fundar Israel en el territorio británico de Kenya, hoy Uganda.
Otros pensadores judíos tales como Martin Buber, Gershom Sholem, Hugo Bergmann, y Judah Magnes, prefirieron descartar la noción de un estado judío en aras del establecimiento de un estado binacional en Palestina, donde los pueblos árabe y judío coexistirían en armonía sin dominio de uno por el otro.
El movimiento Hashomer Hatzair adoptó formalmente la idea en 1933 y la agrupación Brit Shalom sugirió en 1941 crear una confederación árabe-judía cuyo presidente sería alternativamente un árabe y un judío. Incluso en 1938 en vísperas de una nueva guerra mundial, Albert Einstein escribió: “Yo preferiría mucho más ver un acuerdo razonable con los árabes sobre la base de vivir juntos en paz que la creación de un estado judío”. ¿Es esto imperialismo? Que Herzl haya buscado apoyo de los grandes imperios de la época -otomano, alemán, británico- y que haya obtenido el favor de Londres en modo alguno transforma a los sionistas en imperialistas. En cualquier caso, no pasó mucho tiempo antes de que los imperialistas británicos traicionaran a los judíos y adoptaran una política anti-sionista.
Los pioneros judíos que labraron la tierra en Palestina, secaron pantanos, trazaron redes eléctricas, construyeron escuelas y hospitales, museos y orquestas musicales, no estaban al servicio de ningún imperio. De hecho, en los años inmediatos previos al establecimiento del Estado de Israel, ellos estaban combatiendo a la Oficina Colonial británica en Palestina. Combatientes judíos fueron ahorcados por los británicos en Palestina; barcos repletos de judíos que huían de los nazis fueron devueltos a Europa por decisión del gobierno británico. Al debatirse en la ONU la resolución para la partición de Palestina, Gran Bretaña se abstuvo.
Una vez comenzada la guerra de agresión árabe, oficiales británicos se sumaron a las fuerzas invasoras, como la Legión Árabe jordana. Estados Unidos (que, junto con Rusia, votó a favor de la Partición) hizo de Israel un aliado en el Medio Oriente recién a fines de los años sesenta, para cuando el estado hebreo ya tenía dos décadas de vida. Tal como Eli Kavon ha observado: “Catalogar al sionismo de imperialismo es negar la conexión de los judíos con la Tierra de Israel que retrocede 3.000 años en el tiempo. Los judíos estaban batallando contra imperialistas, fuesen éstos helenistas o romanos, mucho antes de los movimientos de liberación nacional. Los británicos en la India, así como los franceses en Argelia, no tenían una conexión antigua con las tierras que colonizaron. Los europeos explotaron poblaciones nativas por razones de economía y jingoísmo. No así los judíos. Los pioneros judíos se asentaron en Palestina para encontrar un lugar en el cual vivir como hombres y mujeres libres, libres del dominio de imperialistas en los mundos europeo e islámico…Etiquetar de imperialista a una pequeña nación de judíos que floreció a pesar del poder de grandes imperios es absurdo. Es un intento de robar a Israel su legitimidad. Es una mentira”.
Esta triple acusación -Israel es nazi, apartheid e imperialista- es nada menos que una demonización a nivel estatal de lo que fue la deshumanización contra el pueblo judío, sesenta años atrás, a nivel nacional. Antes el pueblo judío, hoy el estado judío. Al endilgar al único país judío del globo las etiquetas de los males más nocivos del siglo XX se está pidiendo silenciosamente por su abolición, pues existe una obligación moral de luchar contra el Mal.
De esta forma se da justificativo ético a la lucha de “resistencia” palestina, a los ataques del Hizbullah, a la agresión verbal de Irán, en tanto combatientes anti-nazis, anti-apartheid y antiimperialistas. En esta increíble reversión moral, terroristas que pregonan la violencia y dictadores teocráticos reciben un sello moral de aprobación occidental en virtud del vicio absoluto que encarna Israel; ese “paisecito de porquería” en la impresión de un embajador francés. Moisés Garzón Serfaty, lo expresa así: Hay dos anti-judaísmos en la actualidad, “uno islámico, particularmente agresivo, y otro occidental de origen izquierdista y liberal. El primero se traduce en actos violentos. El segundo, de alguna manera los legitima. Desprovista de escrúpulos, desorientada como nunca, parte de la izquierda occidental se ha volcado sobre la causa palestina con el mismo maniqueísmo combativo como lo hizo en su día en relación con la Unión Soviética, la revolución cubana y otros despropósitos históricos”.