Régimen forajido
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El Ratón Blanco
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Por rabino Iona Blickstein
Después de la muerte de Alejandro Magno (323 a.e.c.), los principales generales macedonios inmediatamente comenzaron a pelearse por el gobierno de diversas partes del imperio y varios de ellos trataron de establecerse como reyes. Se fundaron tres dinastías principales: la de Ptolomeo en Egipto, la de Seleuco en Asia y la de Antíoco en Macedonia y Grecia.
La Seleucida fue una dinastía Siria fundada por Seleuco I Nicator, quien gobernó entre el año 303 y el 281 a.e.c. Algunos años más tarde gobernó Antíoco III Megas, entre el año 223 y el 187 a.e.c. Él conquistó la tierra de Israel y la anexó a su imperio.
Antíoco IV Epifanes —rey de Siria entre 175 y 164 a.e.c.— intentó helenizar a la tierra de Israel. Para darles una idea de la naturaleza de Antíoco, él agregó el título de Epifane a su nombre, porque significaba “Dios hizo manifestación”. En otras palabras, Antíoco no sólo pensaba que él era “un regalo de Dios para los hombres”, sino que pensaba que él era Dios.
Los griegos eran buenos gobernantes y brindaban civilización y progreso a todo lugar que conquistaban. La cultura griega se expandió bajo el disfraz de “iluminismo”. Ellos eran ecuménicos, tolerantes y nunca intentaban interferir con el servicio religioso de la población local. Los griegos estaban más que contentos en incluir a todos los dioses posibles dentro de su panteón.
La única demanda hacia los pueblos conquistados por ellos era la división de sus propias culturas para fusionarlas en una sola junto con la religión y cultura griega.
En el año 3593 (168 a.e.c.), Antíoco Epifanes, rey de Siria y Eretz Israel, decretó leyes adversas al Pueblo Judío, le prohibió observar el sábado, el primer día del mes, la pureza y la comida “kasher”, profanó los lugares sagrados, introduciendo un cerdo en el Templo del Señor. Uno de los santos sacerdotes, Matitiau, organizó una revuelta contra el malvado.
Pocos eran los Hashmonaim, su ideología era nacional religiosa, amaban la Torá y la tierra de Israel. Eran pocos y tenían que luchar no sólo contra el enemigo externo, sino contra diversos partidos políticos de derecha e izquierda, cuyos miembros eran sus propios hermanos. Los de la derecha, cientos y puede que miles de hombres, que miraban con ojos sospechosos a Matitiahu, el anciano, y a sus jóvenes hijos que osaron enarbolar la bandera de la libertad.
Estos eran Tzadikim y Jasidim (justos y piadosos), dispuestos a entregarse en cuerpo y alma por los valores judíos y el cumplimiento de las mitzvot, dispuestos a ir a las montañas, al desierto, si ese es el precio para cuidar el Shabat, así como practicar la milá a los recién nacidos. Pero no estaban dispuestos a mover un dedo para liberar al pueblo y redimir la tierra de manos de los extranjeros. A la izquierda, miles, decenas de miles amaban el esplendor y el brillo de “Yefet”, el padre de la nación griega, y se alejaron de las tiendas de “Shem”. Estos casi no sabían ya “quién era judío”, pues varias personas se asociaron con aquellos que impurificaron los aceites en el Sagrado Templo, burlándose de aquellos que buscaban la pequeña vasija de aceite puro.
En medio de esas dos corrientes, con multitud de personas cada una, se encontraba un pequeño grupo de gente lleno de fe, y esos pocos fueron los que salieron a la difícil y sangrienta guerra. Tuvieron que obviar muchos obstáculos que encontraron en el camino y Dios los ayudó y triunfaron.
Pese a contar Antíoco con un formidable ejército y ser los rebeldes escasos en número, vencieron los pocos a los muchos, los puros a los impuros. Una vez retirada la ignominia y purificado el Templo de Jerusalén, reanudaron el culto del Dios de Israel. Cuando fueron a encender la velas de la Menorá, no hallaron sino una botella de aceite de oliva, sellada por el sumo sacerdote, en una dependencia secreta del Templo. El aceite alcanzaba para una sola noche, pero al verterlo en el candelabro, los siete brazos se colmaron y ardieron siete noches más, hasta que pudo renovarse la provisión de aceite puro. En recuerdo de ese milagro, el judío enciende una vela la primera noche, dos velas la segunda y así sucesivamente hasta encender ocho velas la octava noche; todo ello recitando las oraciones especiales.
Los macabeos no salieron a la guerra para conquistar territorios ajenos. Lucharon por Dios, por defender la Torá y lo que representa, y quienes fueron los enemigos —los griegos y su cultura, por desgracia—, contra sus propios hermanos que fueron influenciados por el brillo superficial del mundo helenista, quienes quisieron asimilarse cambiando la sagrada Torá y la ética judía por la cultura extraña.
Los macabeos triunfaron en el pasado y triunfarán siempre. La victoria contra los griegos no fue inmediata, sino que requirió de tiempo, pero al final triunfaron los puros sobre los impuros, y en manos de los que se ocupan de la Torá fueron entregados los malvados. A pesar de que los puros y los justos eran pocos y débiles, triunfaron, porque el espíritu es más fuerte que la fuerza física.
Las luminarias de Janucá nos recuerdan que en cada generación estamos expuestos al peligro de la asimilación que amenaza nuestra existencia, por lo tanto, queridos hermanos, debemos poner la Janucá en un lugar visible, y aprovechar ese tiempo para sentarnos con nuestros hijos y nietos y recordarles nuestra historia, nuestras tradiciones y hacerles tomar conciencia con todo lo que el Judaísmo representa, porque la luz de estas pequeñas velitas tiene el poder místico de encender la chispa que se esconde en nuestros corazones.

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