Por Beatriz W. De Rittigstein
En febrero de 2002, el periodista judío estadounidense Daniel Pearl fue decapitado tras ser secuestrado y torturado por militantes de Al Qaida en Paquistán; los mismos que en el presente ponen a la humanidad en jaque planteando la ecuación barbarie contra civilización; opresión contra libertad; intolerancia contra democracia.
Como propaganda yihadista, los terroristas colgaron un video en Internet, mostrando las humillaciones y sufrimientos a las que lo sometieron en sus últimos momentos hasta decapitarlo. Ese escalofriante testimonio, que expuso los antivalores y el salvajismo que animan a la corriente fundamentalista, fue titulado por los propios homicidas: "la muerte de un periodista espía, el judío Daniel Pearl", expresando con claridad los motivos de su asesinato: judío y periodista. Precisamente dos condiciones aborrecidas por el fanatismo islámico. Como judío, personificaba los valores occidentales y la universalidad; y como periodista, el libre pensamiento y opinión.
Sus últimas palabras fueron: "soy judío", hasta que el terrorista le cortó la garganta y luego alzó la cabeza de Pearl cual trofeo.
Las contingencias en el Medio Oriente o los vaivenes en el proceso de paz entre palestinos e israelíes sólo sirven de excusa a la feroz violencia; en realidad, ninguno de estos acontecimientos es importante; lo que verdaderamente impera es la guerra apocalíptica que el Islam fundamentalista ha emprendido contra el resto de la humanidad, a la que considera "infiel" incluyendo a los musulmanes que no siguen su siniestra visión. La decapitación se está transformando en parte inherente de la yihad total; encarna la pretensión de limpiar al mundo de sus enemigos, es decir, Occidente y todo lo que representa.