Por Ana Jerozolimski
Israel puede equivocarse. Israel puede hacer cosas mal. No es cuestión de mera teoría. Lo hace, en la práctica. Sin duda, no es un país de hadas ni sus gobernantes son ángeles infalibles siempre motivados por intenciones totalmente puras. Por lo tanto, es legítimo criticarle cuando no se está de acuerdo. Pero una cosa es la critica que se ejercita en el marco de la libre discusión de ideas en una sociedad democrática-lo cual puede ser el país mismo o la gran aldea global que es el mundo de hoy-y otra muy diferente es lo que se da hoy en la realidad.
Hoy, a menudo, lo que se presenta como legitima crítica, es un inaceptable intento de quitar legitimidad al propio Israel.
Hoy, los peores críticos de Israel, los más anti democráticos, son los que más enarbolan en sus planteamientos las banderas que de hecho jamás pueden representar. Hablan en nombre de la libertad, de la dignidad humana, de los derechos humanos, y no tienen siquiera la capacidad –por supuesto tampoco el deseo-de deliberar dignamente.
El fenómeno no es nuevo, pero se ha agudizado gravemente en los últimos años. Grupos e individuos que defienden a regímenes reaccionarios, autoritarios y coartadores de las libertades más básicas de sus ciudadanos, salen a atacar a Israel como sinónimo del mal sobre la Tierra, pero presentándose a si mismos como luchadores por la auténtica dignidad humana.
Se lo ha visto nuevamente en recientes presentaciones de figuras israelíes en universidades británicas y norteamericanas. En Gran Bretaña, le gritaron al Vice Canciller israelí Danny Ayalon “asesino”, interrumpiendo sin cesar una alocución, a la que por supuesto había sido invitado. De fondo, alguien también se encargó de agregar una frase que demuestra la verdadera intención de los matones disfrazados de estudiantes preocupados por los derechos palestinos: “Itbah al Yahud!”, gritaron- “maten a los judíos”. Todo, claro, en nombre del libre discurso.
En Estados Unidos, estudiantes musulmanes en una universidad, se hicieron presentes en la sala destinada a una conferencia de Daniel Taub, asesor legal de la Cancillería israelí. No lo dejaban hablar. Cada varias frases, gritaban, insultaban, interrumpían. Taub les exhortó a plantear todas las preguntas que deseen, cuando llegue el momento de dar la palabra al público para expresar sus inquietudes. Claro está que nadie aceptó. Lo que querían no era recibir respuestas, sino insultar, no dejar que se oiga la posición de Israel.
Hace muy poco, lo mismo le sucedió al Embajador de Israel en Washington, el historiador Michael Oren, invitado a hablar en la UC Irvine, sobre las relaciones entre su país y el país anfitrión. Los estudiantes musulmanes decididos a arruinarle la charla, se apostaron con antelación en distintos puntos de la sala y evidentemente organizados, se turnaban para impedir al embajador israelí decir lo que deseaba. Saltaban gritando sobre racismo y libre discurso, sin lograr que Oren pierda la calma.
“Esto no es Jerusalén, pero tampoco es Teherán”, dijo el embajador, ante los gritos de los musulmanes pero también en medio de los aplausos de todo el resto. “Ustedes han venido a esta universidad a aprender y eso significa escuchar una multiplicidad de ideas, no sólo una. Les recomiendo no desaprovechar la oportunidad”, agregó.
Claro que eso era como tirar margaritas a los cerdos, ya que esos extremistas no habían ido allí ni a escuchar a Michael Oren, no a intentar discrepar civilizadamente con un representante israelí, sino a vomitar odio e intentar que el embajador no logre hablar.
Los estudiantes que alteraron el orden y eran sacados por los guardias y la policía, salían sonrientes y haciendo la “V” de victoria con las manos en alto.
He mirado la filmación del evento, aunque editada, en youtube. Me embargó una combinación de sentimientos nada sencillos.
Inevitablemente, estaba allí el enojo por el atrevimiento de esa gente.
Estaba también la frustración y la tristeza por ver cuánto se sigue luchando por legitimidad, más de seis décadas después de creado el Estado de Israel.
Y también, la preocupación, preguntándome retóricamente, si Occidente es consciente del peligro que significa que aquellos que se amparan en su vida en libertad, la utilicen para corromper sus valores más básicos.
Y estaba también la vergüenza ajena al ver a esos extremistas gritando y colocándose, por mejor inglés que hablaran, fuera de la civilización del mundo libre en el que quieren vivir los hombres decentes, sea cual sea su nacionalidad, color, raza o religión.