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Por Aarón Alboukrek
En Israel, la identidad judía milenaria sufre de la modernidad y del liberalismo, y la modernidad y el liberalismo padecen de la identidad milenaria. Ambas identidades son en cierta forma como la banda de Moebius; si se transita por un lado de la superficie se termina por llegar al otro sin poder percibir el salto y sin la certeza de saber dónde está el principio y dónde el final. Se podría hacer un recorrido de la Knéset al barrio de Mea Shearim y viceversa y se habrá caminado sobre una banda similar. No creo que este deslizamiento, capaz de arrastrar un principio de incertidumbre, sea privativo del Estado de Israel; ninguna identidad nacional es unívoca en su propio territorio, y la confesionalidad de mayorías y dirigentes en países democráticos traspasa la racionalidad normativa constitucional e incide en la praxis política.
Tampoco creo que las identidades en los estados-nación con raigambre estén plenamente configuradas; todas están en constante movimiento, todas se cuestionan y cada nueva generación reordena dramáticamente el pasado con sus propios descubrimientos. Si hubiera plenitud de seguro la agonía ya se estaría presentando.
Bajo una perspectiva histórica, la identidad nacional en Israel es aún joven, los pasos han sido inmensos si consideramos la idea de un pueblo milenario sin territorio, la inexperiencia constitucionalista de sus primeras élites gobernantes procedentes de países no democráticos y la dificultad de educar y transmitir valores nacionales en un estado de guerra permanente.
En la identidad milenaria como en la identidad nacional se puede percibir, sin embargo, un grado de inamovilidad que contrasta significativamente con sus desarrollos inherentes. En ambas, esa dimensión contenida y contradicente tiene que ver de maneras distintas con el espíritu de sobrevivencia, aunque en la primera se hayan establecido principios eternos por el dogma y en la segunda principios universales por la democracia. La dimensión inmóvil está imbricada con la no paz, con la persecución, el genocidio o la guerra. Ambas identidades se alinean en esa inamovilidad y hacen deslizar el infinito de la banda de Moebius.
No obstante, el tiempo milenario no es el tiempo nacional, se excluyen mutuamente; la ahistoricidad contenida en el primero permite vivir en la incertidumbre reforzando la fe, la historicidad del segundo exige, quizás hoy más que nunca ante la emergencia del nuevo Estado palestino, un esfuerzo contra la ambigüedad para evitar vivir con la pesadez de una paradoja catastrófica.
Cada día me convenzo más de que la paz, en especial con el pueblo palestino, es una condición necesaria para el afianzamiento de una identidad nacional israelí y por ende para la recreación de las identidades judías que orbitan alrededor de su gravedad histórica moderna. Esa identidad se está escurriendo entre la bruma de un otro judaísmo, un judaísmo oculto y paradigmático que debería emerger de la tierra estatal israelí como centro de la judeidad mundial y que traería consigo un nuevo discurso, tan virtuoso como para sobrevivir a la paz, y tan capaz como para refrescar a la diáspora, iterativa en su imaginación colectiva y receptiva del antisemitismo internacional vía el anti sionismo o el anti israelismo.
Hoy como nunca no hay manera razonable de ilegitimar la creación de un Estado palestino. La lucha contra el terrorismo no puede significar la guerra contra la edificación de una identidad nacional emergente. El pueblo palestino no es un pueblo de terroristas ni su emergencia como nación está ligada al frenesí verbal del anti sionismo o del antisemitismo discursivo de líderes o anti líderes poderosos ajenos a la cultura e historia palestinas.
Tampoco hay manera razonable de ilegitimar la existencia del Estado del Israel. La lucha anti israelí y anti sionista no puede significar la guerra contra el pueblo judío conformado por un estado- nación y sus esferas diaspóricas espirituales.
El pueblo judío no es un pueblo de fascistas ni su futuro esencial depende de la creación de un Estado Palestino. Parto de la idea de que no hay destinos para ambos pueblos, sino libertades de destino.
Los que se han involucrado en ese largo conflicto lo hacen según su identidad política y según sus fines. Pero y ¿al final?, ¿quién vivirá en esas tierras?, ¿quién hablará de sus muertos?, ¿en quién recaerá el porvenir de sus hijos?, ¿quién trabajará con la vida?
Las grandes tragedias de las que son víctimas los pueblos suelen no ser vistas, ni percibidas, ni sentidas por terceros pueblos en la magnitud de sus centros vulnerados. Esas magnitudes de desventura tampoco suelen ser bien mesuradas por las cúpulas que gobiernan desde tierra adentro, aún y cuando sean aptas para gobernar, es decir, capaces de cuestionarse críticamente ante la posibilidad de un conflicto bélico y capaces de sofrenar si ya no hubo más remedio.
Sólo pensemos en la idea de patria para darnos cuenta de la dificultad de la mesura, si la representación de ese terruño no teje un velo ante la dolencia de sus hijos sacrificados nadie ni nada soportaría la sangre derramada.
Ahora imaginemos lo que sucedería si un gobernante declara la guerra y hace oscilar serpentinamente el péndulo del poder con su egolatría. ¿En qué piensas, lector? Quizás ya no sea el momento para israelíes y palestinos de hacer depender sus afectos colectivos de las élites navegantes del poder, ni de las élites ancladas en el poder.
Ambos pueblos tendrían que tomar la palabra; la construcción de la paz está forzada a surgir desde el abajo, desde el lugar donde las lágrimas riegan la tierra y la ira cosecha su siembra.
Los dos pueblos no pretenden autodestruirse ni pueden dejarse arrastrar por palabras de seducción al miedo del poder, capaces éstas de legitimar la mirada incontinente que brota entre las grietas del último resquicio fortuito contra el uso inevitable de la fuerza.
Dejarse seducir infaustamente implicaría connivencia, aunque ésta quedara oculta con la pesada voz de las multitudes.
El miedo al poder atrae y se contagia como la gripe. Habría tal vez quienes pudieran contraargumentar que donde hubiere una sola mujer para diez prevalecería la precipitación, por condición y no por situación, pues la nobleza suele avivarse en un aposento cálido y seguro.
Diría entonces que ojalá todo fuera por una delicia íntima, la organización social podría entonces ordenarse en la poligamia para no matar por el celo, pero también en las trincheras se escupe el honor colectivo, esa aparente dignidad construida en la desvergüenza forzada de las guerras.
Claro que es difícil pensar en el miedo de una colectividad como una complicidad sumisa cuando hay peligro inminente, pero también el peligro puede fabricarse o sobredimensionarse. No hay guerras ofensivas sin suposición, ni complicidad sin convencimiento.
La seducción al miedo del poder remolca a menudo una promesa mezquina que se ennegrece maravillosamente en el resplandor del orgullo colectivo, la falsa dignidad y la baja autoestima que se resiste a la vileza por cuanto hay en ella de magras pero muy audaces y recubiertas apologías del destino.
Lo que nos diferencia verdaderamente de los animales es el arte de la humildad, un hacer que modifica las limitaciones de lo mismo humano, y no la vanagloria de la agresividad manufacturada y apoyada por el miedo y la sumisión.
Pero, ¿quién puede saber mejor la tristeza?, ¿el que tiene el poder regulado para decidir y necesita abstraerse en la alucinación épica?, ¿terceros involucrados?
Todos han padecido la tristeza, pero si el pueblo de Israel y el pueblo de Palestina no son para ellos mismos, ¿quién entonces para Israel y quién entonces para Palestina?
Y si no ahora, ¿cuándo?

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