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Por José Ángel Ocanto
"Mi tarea, majunche, perdón señor majunche, es quitarte la máscara, señor majunche, porque por más que te disfraces, señor majunche, tienes rabo de cochino, tienes orejas de cochino, roncas como un cochino, eres cochino. ¡Eres un cochino!
Entonces, no te disfraces; no te disfraces, majunche". Nadie, en este país, se pudo extrañar del trato dado por el mandamás al candidato presidencial que brotara de las primarias organizadas por la coalición democrática. Era lo propio, lo menos que se podía esperar de él. De alguien de su consabido, y ya célebre, talante. Darle a Henrique Capriles Radonski el tratamiento que en una democracia decente merece un contendor que se apresta a medirse en las urnas electorales, para que el pueblo soberano decida, iría contra sus principios. Es decir, contra su despótica ausencia de principios.
Pero los venezolanos hemos hecho en estos trece años un curso intensivo de supervivencia democrática. Otros, más pedantes, lo llamarán ejercicio de ciudadanía. De todo esto ha surgido un pueblo más listo e informado, que si en algún momento se desconectó de la democracia y sus instituciones, no obró solo, ni movido, fundamentalmente, por resentimientos sociales: el pueblo llano sufrió el mismo embeleso de las elites y los amos del valle, postrados con rastrera reverencia ante el mesías de la revolución; y en el caso de los poderosos la bajeza es doble, y verdaderamente miserable.
Esa es la pura verdad. Aparte del bosque de opinadores de oficio, y de encuestadores de  aspaviento que se equivocan impunemente una y otra vez (y a pesar de todo persisten en sus maleables y costosas clarividencias), aquí el más desprevenido suelta una tesis acabada sobre el tema que sea, diga usted uno, sin importar su sencillez o, por lo contrario, su complejidad. No respetamos las leyes, pero el que menos uno se imagina recita de memoria artículos enteros de la Constitución, la de 1960 o la de 1999, escoja, o los más enrevesados capítulos del Código Orgánico Procesal Penal. Nos hemos convertido, eso sí, en ciudadanos teóricos, palabreros. Dados a la especulación.
Y somos en estos momentos los más hábiles en el mundo en mezclar la tragedia con el humor, la pasión con el amor, la esperanza con el presagio, la superstición con la fe. En Venezuela, a fin de cuentas, no es mal visto ser ignorantes, sino confesar que no se sabe de algo.
Por eso, apenas el comandante-presidente había desahogado su bilis con Capriles Radonski, en cadena de radio y televisión, las alarmas de la intuición popular se encendieron con mayor rapidez y eficiencia que los equipos de Pdvsa, a la hora de detectar el gigantesco derrame petrolero sobre el río Guarapiche, en Monagas. En una inédita imagen de lo real maravilloso, ahora en esa empobrecida región no tienen agua, pero nadan, literalmente, en oro negro.
Le dolieron las primarias, fue la primera conclusión generalizada. Una reacción tan destemplada no podía reflejar sino desconcierto, confusión. Jamás imaginó el oficialismo que más de tres millones de personas estuvieran decididas a sortear las trampas del miedo. Y en el subconsciente de todos está asentado que votar con sobresalto no es una expresión de democracia auténtica.
Es una deformación perversa. El propio Fidel ha hecho ver, según las confesiones de su lenguaraz discípulo, que tildar de oligarcas a medio país es absurdo intragable hasta para los seguidores más fanatizados.
Querían apoderarse de los libros con la intención de perseguir, y eso tampoco es lícito, ni justo.  Revive fantasmas abominables. Además, ¿cómo entender los ataques al CNE, a "su" CNE, sólo por haber dado fe de la pulcritud de un proceso pulcro? ¿Cómo condenar la ejemplar conducta de los integrantes del Plan República? ¿No demuestra eso que, contrario a lo que se pretende hacer ver desde el poder, la institucionalidad democrática no es, todavía, tierra del todo arrasada?
Era comprensible. Había demasiados motivos que detonaran la ira oficial. Capriles Radonski se erige como la personificación de un anhelo colectivo, nacido de una contienda madura, centrada, festiva, respetuosa, proyectada hacia el futuro, y con muchas menos heridas de las ambicionadas por el Gobierno. No era, ni es, Capriles, fruto de ningún dedo absolutista.
Es un político de las nuevas generaciones, pero lo suficientemente curtido en las luchas, en la adversidad, y en la gerencia pública; con obra qué exhibir, y, para más señas, con carrera invicta. Los vientos de la promisión están empecinados en soplar a su favor. ¿Cómo asociarlo a las cúpulas podridas? Por otro lado, su discurso, tercamente sencillo y directo, no le hace el favor al mandamás de colocarlo en el centro del escenario, como reclama su inabarcable ego, capaz de convertir un tumor, siempre que sea el suyo, en trofeo de hazaña.
Por eso, sin importar cuanta verdad ni cuanta mentira repose en las censuradas versiones sobre su estado de salud, lo cierto es que la imagen que proyecta el aspirante a la perpetuidad no podría ser más deplorable. Enfermo o no, nadie espera de él simplezas ni milagros. Su tiempo se agotó, sin remedio. Su verbo, florido y memorístico, luce irreal, apócrifo. Más propio de cuento que de historia. Con más sabor a ilusión que a esperanza.
Descubiertos todos sus trucos, del sombrero del prestidigitador, antes sorprendente, ahora apenas asoman conejos desquiciados, fatigosos, como el infame expediente de tachar de "majunche" (persona de bajo valor, insignificante), o de "cochino", a Capriles Radonski.
Es increíble, pero la perturbación oficial ha llegado a tal extremo, que el mandamás ha reprochado a gritos todos estos días, en recurrentes cadena de radio y televisión, que Capriles Radonski, ¡qué horror!, hable, como si se tratara de inaceptables provocaciones, de temas como: progreso, igualdad y reconciliación.
Tres premisas válidas en cualquier sociedad moderna, y civilizada, más aún en una, partida en dos, como la nuestra, que aspira, según todas las muestras de opinión, al reencuentro como vía inapreciable para cimentar la convivencia, sin la cual no puede existir asomo alguno de paz, ni de justicia. Un tropel de perros y gatos, jamás será una sociedad.
Al opresor lo saca de quicio que se hable de reconciliación sin impunidad. En tal condición estará su conciencia. La gente percibió en sus expresiones y pendencias un declarado tufo de discriminación, de segregación, asociado todo a trágicos pasajes de historia reciente. Porque, como ocurre con frecuencia, no hay nada inocente en los arrebatos públicos del amo del poder. Esa figura del cochino no es ningún chiste. No fue una ocurrencia.
Esconde xenofobia, un antisemitismo hasta hace unos meses desconocido en Venezuela (¿recuerdan el asalto a la sinagoga en Caracas?) El desprecio hace énfasis en uno de los rasgos esenciales de la personalidad de Capriles Radonski, descendiente, como bien se sabe, de judíos (su madre llegó aquí huyendo de los horrores del holocausto).
Marranos llamaban, mire usted, qué casualidad, a los hebreos obligados a convertirse al catolicismo, so pena de ser expulsados en masa de España, así como de todos los territorios gobernados por los reyes católicos. A partir de la firma del Edicto de Granada, el 31 de marzo de 1492, por Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, incitada la Corona por la Inquisición, con Torquemada a la cabeza, y las febriles campañas por la "limpieza de la sangre" como telón de fondo, se daba un plazo de cuatro meses para que no quedara rastro de un solo judío a lo largo y ancho de la península Ibérica.
El trato despreciativo de marrano, para los judíos, en su propia lengua, como el de morisco (que deriva de moro) hacia los musulmanes, nada tuvo que ver con el consumo de cerdo, pues ellos, fieles a la letra del Levítico, no prueban, por considerarla inmunda, corrupta, la carne de "animal que tiene pezuñas partidas, hendidas en mitades, pero no rumia". Ocurre que esa locución hebrea tiene dos raíces: mar (amargo) y anus (forzado). Alude a la conversión externa, a la fuerza.
Impresionan las narraciones que se han documentado sobre cómo la prohibición que entre los semitas privó en lo tocante al consumo de cerdo, pasó a erigirse en blasón, o insignia, para los cristianos, en la era posterior a la Reconquista. "Exhibir un trozo de jamón o añejo de tocino en el zurrón, era el mejor salvoconducto para viajar por las Españas", escribiría Cervantes.
La asociación con el cerdo sugiere lo sucio, desaseado. Para el investigador Israel Salvator Révah, marrano es "un católico sin fe y un judío sin saber". Hay otras formas de referirse a los judíos conversos:
judaizantes o cripto-judíos. Pero los judíos sefardíes optaron por una palabra hebrea:  Anusim ("forzados"). También: Benei anusim ("hijos de anusim").
170 años después del espantoso Edicto de los reyes católicos, un lejano hijo de anusim está a punto de una conversión nada forzosa, y, es más, providencial, en Venezuela. Será presidente de un país en que su actual gobernante ha hecho coro al enajenado sueño del líder de Irán, Mahmoud Ahmadineyad, de "borrar del mapa" a esa "mancha nefasta" que representa Israel.
Cochinas travesuras que nos depara la historia.

Fuente: El Impulso

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