Por Rebeca Perli
Hoy hace justo un siglo que zarpó, de Southampton, Inglaterra, con destino a Nueva York, el Titanic, el vapor más potente, lujoso y "seguro", construido hasta aquella fecha. Cuatro días más tarde zozobraba cual barquito de papel. Su capitán, Edward Smith, se hundió con la nave.
Si bien son harto conocidos los pormenores de esta catástrofe, las anécdotas alrededor de la misma no tienen fin. Hubo expresiones de heroísmo y de cobardía, de sacrificio y de pusilanimidad, todo reflejo de la naturaleza humana. Un caso emblemático es el del diputado mexicano Manuel Uruchurtu Ramírez quien, conmovido por los ruegos de Elizabeth Ramell que clamaba que su esposo y su hijo la esperaban en Nueva York, le cedió su puesto en un bote salvavidas. Él sucumbió y sólo después se supo que Elizabeth no era casada ni tenía hijos.
No faltaron las premoniciones ni las recriminaciones a posteriori: "si hubiera chocado de proa, se habría podido mantener a flote; si se hubiera dispuesto de cinco segundos más a la hora de divisar el iceberg, se hubiera evitado la colisión; si el primer oficial no hubiese dado la orden de retroceder se habría evitado el iceberg; si los guardias hubiesen tenido binoculares, hubieran podido divisar el témpano a tiempo". Pero los "si" no existen y es a este tipo de acontecimientos subestimados a lo que se conoce como Efecto Titanic.
"No puedo imaginar ninguna circunstancia que pueda hacer zozobrar esta nave… ni Dios mismo sería capaz de hundirlo", había comentado días antes un miembro del equipaje. ¿Fue esta tragedia un castigo a la arrogancia y a la presunción? Muchos adictos al poder que se creían imbatibles han tenido un final estrepitoso. Es lo que los antiguos griegos llamaban Hubris y Nemesis.