Por Marcos Aguinis
La democrática y bella Noruega, por medio de una decisión real (o de los asesores del rey Harald V y su esposa, Sonia), se ha metido en un innecesario problema: celebrar a un escritor nazi. La excusa se basa en que cabe diferenciar entre la calidad de una obra y la vileza de una conducta. Un criminal puede ser también un buen artista, y los ejemplos sobran. Knut Hamsun fue un novelista noruego que ganó el Premio Nobel en 1920. Adquirió fama por dos obras escritas mucho antes: Hambre (1890) y Pan (1894).
Como en todos los asuntos humanos, la cuestión no se reduce a blanco y negro. Por eso cautiva reflexionar sobre los matices. Ahora se cumplen 150 años de su nacimiento, un número redondo que estimularía a hacer algo. Pero ¿es suficiente para organizarle un exclusivo museo, desplegar intensos programas de actividades, usar fanfarrias y dedicarle todo el año? En Hamaroy, al norte del círculo polar, será habilitado el Centro Hamsun, con una espectacular torre diseñada por Holl, porque allí vivió el escritor algún tiempo. También la localidad de Grimstad, en el sur de Noruega, le rendirá honores con una plaza con su nombre y otro monumento. Llama la atención que esto ocurra mientras Noruega preside, desde marzo de 2009, la task force de veintisiete naciones dedicadas a la Cooperación Internacional para el recuerdo y la educación sobre el Holocausto.
Knut Hamsun no fue un nazi cualquiera. Defendió con entusiasmo el nacionalsocialismo, estuvo feliz con la invasión germana de 1940, apoyó al gobierno de Quisling (nombre que en Noruega se ha convertido en sinónimo de traidor) y contribuyó a la deportación de judíos hacia los campos de la muerte. Para que no quedaran dudas sobre su ideología, en 1943 le regaló personalmente a Joseph Goebbels su medalla del Premio Nobel. No conforme aún, terminada la guerra y conocidas sus atrocidades, escribió un elogio a Hitler, calificándolo de "luchador por la humanidad y el derecho para todas las naciones". Hasta su muerte, en 1952, nunca se arrepintió de cuanto hizo.
Vidkun Quisling fue juzgado como traidor a la patria y fusilado en un cuartel. Hamsun casi corrió el mismo destino, porque también lo degradaron a traidor de la patria, pero sin aplicarle la pena de muerte. Es curioso que esa sentencia haya sido firmada en los tribunales de Grimstad, la misma ciudad en cuya plaza ahora se le erige un monumento.
El presidente de la noble Fundación Internacional, Raoul Wallenberg, escribió una carta muy dura a la reina Sonia, quien auspicia estos tributos, y a su hija, elevada a "patrona" de los fastos. "Hubo muchos genios nazis; pero no sé de ninguno que reciba homenajes de jefes de Estado", le dijo, entre otras puntualizaciones.
El pueblo noruego ha respondido con perplejidad e indignación a estas efemérides. Entre sus protestas, ha resuelto "decorar" los monumentos a Hamsun con banderas que portan la sangrienta esvástica. Quieren expresar que no han perdido la memoria, como les está ocurriendo a quienes reinan y gobiernan.
Tal vez se opine que Noruega no puede dejar de honrar a un premio Nobel de Literatura. Pero ese país tuvo dos más: el poeta Bjomstjeme Bjornson, en 1903, y la extraordinaria prosista e historiadora Sigfrid Undset, que lo ganó en 1928.
Sigfrid Undset fue la brillante contracara de Hamsun. Aunque nació en Dinamarca, asumió desde joven la nacionalidad noruega. En 1924, se convirtió al catolicismo y profesó como dominica laica. Su repugnancia al nazismo determinó que huyera a los Estados Unidos en 1940, cuando los alemanes invadieron su país. Pero retornó apenas concluyó la guerra. Su obra más destacada es una espléndida trilogía sobre la Escandinavia medieval, titulada Kristin Lavansdatter . Sus tres volúmenes fueron publicados entre 1920 y 1922. Mantienen una prodigiosa frescura. Es el retrato conmovedor de una mujer, desde su nacimiento hasta su muerte. Luego publicó otras novelas. Se destacó por sus audacias modernistas, que incluían el fluir de la conciencia entre otras técnicas. Traducida a decenas de lenguas y estudiada por críticos de varios continentes, Sigfrid Undset fue un paradigma de integridad moral asociada a una caudalosa inspiración literaria.
Otros autores marcharon por sendas intermedias. Las listas de autores nazis, antinazis y neutros son extensas, interminables. Muchos fueron asesinados, otros prefirieron el suicidio, algunos pudieron sobrevivir. Queman los nombres de Stefan Zweig, Walter Benjamin, Ana Frank, Emil Ludwig, Lion Feutschwanger, Imre Kertész, Primo Levi, Bertold Brecht, Iréne Némirovsky, Elías Canetti, Hermann Broch, Alfred Döblin, Thomas y Heinrich Mann, Nelly Sachs, Jorge Semprún, Gershom Scholem, Robert Musil, Joseph Roth. Fueron antinazis firmes que pagaron cara su resistencia.
Como un caso extraño, para no perder los matices -tal cual propuse al comienzo de este artículo-, opto por evocar otra figura poderosa y emblemática: Ernst Jünger. No fue escandinavo como Hamsun, sino alemán. Esto lo hace más interesante. Nació en un mítico centro de la cultura: Heidelberg. Desde joven lo atrajo un amor fanático por la naturaleza asociado al nacionalismo, rara conjunción que adelantaba su futuro lleno de peripecias. A los 18 años se alistó en la Legión Extranjera de Francia y luchó en Africa. Después tuvo una activa participación en la Primera Guerra Mundial, fue condecorado y, a los 25 años, publicó Tempestades de acero , donde describe las experiencias interiores durante los combates. Esa obra lo lanzó a la fama.
Mientras Hitler avanzaba hacia la toma del poder absoluto, Jünger formó parte de una compleja corriente político-cultural llamada Konservative Revolution, integrada por autores como Karl Smitt y Oswald Spengler. Rechazaban el liberalismo y se mofaban de la democracia. Jünger publicó algunos libros que aumentaron su prestigio: La guerra como experiencia interior , Movilización general y El trabajador .
Era incomprensible, sin embargo, que rechazara el antisemitismo, lo cual le empezó a generar problemas. Por esa misma razón tuvo el coraje de no aceptar el ingreso a la Academia Alemana de Poesía, que la Gestapo había purgado semanas antes. No huyó de su país ni los nazis se atrevieron a tocarlo. Hasta cometió la insolencia de pedir, en 1934, que el gobierno dejase de manipular sus escritos; se negó a ocupar un asiento en el Reichstag y publicó un incendiario texto contra el racismo. Era un dolor de cabeza al que no se podía liquidar fácilmente.
Fue obligado a participar en la Segunda Guerra Mundial y lo enviaron a París durante la ocupación. Allí frecuentó salones literarios y lugares donde se fumaba opio. Se vinculó con militares que tramaban asesinar a Hitler y, secretamente, salvó la vida de muchos judíos. Por esa época anotó en su diario: "El uniforme, las condecoraciones y el brillo de las armas que tanto he amado ahora me producen repugnancia". En 1942 fue enviado al frente ruso y, en 1944, tras el fallido atentado contra Hitler (a quien en sus escritos llamaba Kniebolo), en el que participó secretamente, dimitió de su puesto en el ejército. Estuvo a punto de ser ejecutado.
Durante la posguerra hubo versiones contradictorias sobre su pasado y le prohibieron publicar hasta 1949. Pese a ello consiguió sacar a luz, en Amsterdam, Der Friede ( La paz , 1946), Atlantische Fahrt ( Viaje atlántico , 1947) y Aus der G oldenen Muschel ( La ostra de oro , 1948).
En los años 50 entabló amistad con Albert Hofmann, creador del LSD, y varios de sus libros versaron, en forma directa o indirecta, acerca de la experiencia psicodélica. Sus publicaciones coincidieron con las de Aldous Huxley.
Jünger acuñó la palabra "psiconautas" y expuso en varias obras sus experiencias con diversos tipos de elementos. Recibió el Premio Goethe en 1982, el mismo que se había otorgado a Sigmund Freud. Uno de sus últimos textos es Die Schere ( La tijera ), publicado en 1989, cuando contaba con 95 años de edad. De gran valor histórico y literario son sus diarios de la Segunda Guerra Mundial, Radiaciones , considerados la mayor contribución a la literatura alemana en el siglo XX. Murió el 17 de febrero de 1998, a dos semanas de cumplir 103 años de edad. Pocos meses antes, se había convertido a la fe católica.
Hamsun, Undset y Jünger forman un curioso triángulo rociado por los venenos del nazismo. Ellos encabezan columnas de creadores que marcharon por rutas parecidas a las de sus modelos. Pero a la indigna columna de Hamsun pertenecen los Martin Heidegger, Ferdinand Céline y otros grandes encéfalos con la sensibilidad podrida por la alienación.
La reina de Noruega aseguró -ante el aluvión de críticas internacionales- que los homenajes al nazi Knut Hamsun serán acompañados por una profunda enseñanza contra el totalitarismo y la discriminación, enseñanza que le hubiera hecho falta a ese fascista criminal y traidor, cuyo máximo mérito actual para tantas reverencias es haber nacido hace un siglo y medio.