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Por Jack Fuchs
Agosto de 1944. Luego de cuatro años de encierro en el gueto de Lodz -mi ciudad natal- éramos deportados, mi familia y yo, a los campos de exterminio. El gueto de Lodz fue el primero en constituirse en Polonia, y el último en liquidarse. Los trenes seguían saliendo, llenos de hombres, mujeres y niños, hacia los campos, cuando París ya había sido casi liberada y los soviéticos ya habían recuperado todo su territorio. Paradojas de dos guerras paralelas: aquella de la conquista y aquella de la crueldad más horrorosa.
Pasaron sesenta y cinco años desde que dejé, o más bien me arrancaron de mi ciudad natal. Primero el encierro en el gueto, luego el transporte a Auschwitz y, posteriormente, a Dachau. Recuerdo que a comienzos de agosto de 1944 -no puedo precisar el día- el gueto amaneció empapelado de afiches que informaban: cinco mil judíos por día debían presentarse para ser deportados hacia “otro” lugar, desconocido para nosotros. La ironía macabra: se aclaraba en el afiche que cada persona podía llevar consigo hasta veinte kilos de equipaje. Pocos sabían que ese traslado significaba Auschwitz, significaba un camino sin retorno.
Confieso que no puedo desprenderme de mi recuerdo de Lodz. Es este mes de agosto, como tantas otras fechas, lo que me mantiene de alguna forma atado al recuerdo, atado al mismo tiempo a la vida y a la muerte. Recuerdo la vida de todos los días antes de la ocupación nazi, las calles, las escuelas, los almacenes y la gente. La gente que cruzaba todos los días en el camino al colegio, los vecinos y los amigos. El movimiento, los ruidos, los colores y los aromas. Todo ha desaparecido. ¿Cómo se hace para conmemorar tantas muertes?
El mes de agosto es también el mes de Hiroshima, la bomba atómica y toda su destrucción. Lodz e Hiroshima tienen algo en común. Cuando los alemanes estaban a punto de ser derrotados, seguían saliendo de Lodz vagones repletos de judíos. El final de la guerra era visible, pero sin embargo el horror seguía allí, con una continuidad implacable. Hiroshima no fue muy diferente. La bomba mató a miles, poco antes del final del conflicto. Tanto en Lodz como en Hiroshima, la crueldad de la guerra se impuso sobre la población civil. Y la muerte, siempre allí.
Sesenta y cinco años después, soy el mismo y no lo soy. Me pregunto otra vez más, incansablemente: ¿cómo se hace para conmemorar tantas muertes? No puedo dejar de pensar en los conflictos, las guerras y las muertes que no cesan desde entonces.
Y en la indiferencia frente al dolor de los demás, muy parecida a la de entonces. Y me pregunto qué ha cambiado en el mundo desde entonces. Y me contesto que muy poco, casi nada.

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