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Por Rebeca Perli
Israel, para los judíos, es la tierra del ancestro que no permitirá otro Holocausto.
En el siglo pasado se hizo patente que el nazismo y el fascismo, movimientos que constituyen la máxima expresión de la ultraderecha, fueron el pináculo del odio antisemita al extremo de sentirse con la autoridad de exterminar a todo un pueblo al que se le achacó la responsabilidad de todos los males del universo. El antisemitismo continúa hoy en día, pero, irónica y paradójicamente, en coincidencia con movimientos de izquierda a ultranza y con el agravante de que una nueva moda se ha sumado a la judeofobia clásica: la de refugiarse en el antisionismo y declararse amigos de los judíos pero enemigos de Israel, como si esa diferencia pudiera existir.
Israel (como Estado, independientemente de su política) y el pueblo judío son indivisibles en una unidad que, no obstante, nada tiene que ver con el lugar donde se vive. Recurrir a un artificio para acusar a los judíos de desleales al país en el que nacieron, o cuya nacionalidad adquirieron por voluntad propia, es como cuando a un niño se le hace la más cruel de las preguntas: ¿A quién quieres más, a tu mamá o a tu papá? El país de la nacionalidad es la madre patria, mientras que Israel, para los judíos, es la patria atávica, la tierra del ancestro que no permitirá otro Holocausto como el ocurrido durante la II Guerra Mundial cuando, con honrosas excepciones como el caso de Venezuela, fueron rechazados en casi todos los países.
Lamentablemente, hoy en día también en nuestro país vemos que movimientos radicales tanto de derecha como de izquierda coinciden en el prejuicio de la judeofobia al extremo de que, por el hecho de ser sus enemigos, catalogan como judíos a individuos que no solo no lo son sino que, a veces, hasta son antisemitas. Es una de las ilustraciones del dicho del chingo y el sin nariz.

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