Por Isaac Nahón Serfaty
¿Qué es nuestra conciencia? ¿La vocecita interior que nos dice “no hagas esto”, “no pienses lo otro”? ¿Es la culpa que sentimos cada vez que traspasamos ciertos límites, que hacemos cosas que “no debemos”? ¿Es nuestra reserva moral que, ante la situación límite, nos detiene para que no caigamos en el abismo? ¿Es un impulso que, anclado en nuestros genes, nos frena para que los otros impulsos, los más primitivos, no se impongan? La psicología y la filosofía han intentado distintas respuestas a estas preguntas. Probablemente la conciencia sea todas estas cosas. En todo caso, la conciencia viene desde adentro, desde nuestro cerebro y de nuestras entrañas. Es razón y emoción.
La conciencia es también reacción ante lo que ocurre en el mundo. Ciertos hechos, ciertas imágenes, ciertas palabras golpean nuestra conciencia, en su aspecto racional, pero sobre todo en nuestras entrañas, es decir, produciendo emociones fundamentales. Incluso cuando el cálculo geopolítico, el análisis estratégico y el sentido primario de filiación nos dicen otra cosa, las entrañas nos indican que “algo no está bien”.
Últimamente han pululado por Internet imágenes de soldados de Tzáhal en comportamientos y actitudes que desdicen de ese ejército que siempre hemos visto como altamente moral. Las imágenes tienen que ver con la ocupación y el tratamiento de prisioneros palestinos. Oficialmente se ha dicho que esas imágenes son el resultado de comportamientos excepcionales, que se trata de unas pocas “manzanas podridas” que no representan a la mayoría decente. Otros dirán que las torpezas de algunos jóvenes soldados han terminado siendo usadas por la maquinaria de propaganda antiisraelí que siempre encuentra una razón para atacar la legitimidad del Estado judío. Puede ser que todo esto sea verdad, pero la conciencia, las entrañas, me siguen diciendo que “algo no anda bien”.
En la parashá del primer día de Rosh HaShaná leemos sobre las desavenencias domésticas entre Sara y Agar por las burlas que hacía Ismael de Isaac. Sara, harta del comportamiento del hijo de Agar, es decir del primogénito de Abraham, le pide al patriarca que eche a la sierva egipcia y al niño de su casa. Abraham hace lo que pide Sara y manda al desierto a la sierva y a su hijo. Al llegar a Beer Sheva, Agar se quedó sin agua para darle al niño. Lo puso debajo de unos arbustos y se sentó alejada de él para no verlo morir. Dice la Torá que Agar “alzó su voz y lloró”. Un ángel del Todopoderoso le dijo: “¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque oyó Dios la voz del muchacho donde él está. Levántate, alza al muchacho y tómalo de la mano, que yo haré de él un gran pueblo. Y abrió Dios los ojos de lla, y vio un pozo de agua; y fue y llenó el odre de agua y dio de beber al muchacho. Y estuvo Dios con el muchacho”.
Vaya lección que nos da la Torá. Dios actúa como el padre benévolo y misericordioso que es, como el Creador de toda la Humanidad, padre de Israel e Ismael. No importa, como dicen los exégetas tradicionales, que Ismael, en sus risas burlonas, revele su comportamiento pecaminoso (¿envidia?) ante el justo Isaac. Dios escuchó la “voz del muchacho”. Otra traducción diría que Dios escuchó “el grito” de Ismael, el llamado del muchacho abatido que moría de sed.
En nuestra conciencia judía está grabado el sacrificio de Isaac —la Akedá que leemos en la parashá del segundo día de Rosh HaShaná— cuando se abrieron “las puertas de la misericordia”, como dice un hermoso piyut que recitamos los judíos marroquíes en Yom Kipur. También está grabada con tinta indeleble en nuestra conciencia judía, probablemente en algún rincón menos accesible, la voz de Ismael que clama por la salvación del Dios misericordioso. Aunque queramos alejarnos para no ver, como hizo Agar, el grito de Ismael sigue escuchándose en el desierto.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita