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04/07/2012
Comiendo con palabras
06/07/2012

Por Pablo Veiga
Recientemente visité durante 12 días Israel, ese desconocido país que solemos asociar con la palabra conflicto, principalmente. Propio de esta tierra es el kibutz, kibutzim en plural.
Una fórmula única de trabajar la tierra y que yo considero podría ser un modelo a estudiar en profundidad, porque creo que las características y los resultados avalan este método de producción agrícola.
¿Pero qué son realmente? Muy resumido, el kibutz es una agrupación de personas y familias que trabajan de forma colectiva. Basada en la ayuda mutua y en la propiedad conjunta de los bienes, la igualdad y la cooperación, la traducción literal sería “asentamiento comunal”, y su singularidad se deduce de la idea que “de cada cual conforme a sus posibilidades, a cada cual conforme a sus necesidades”.
Las decisiones se toman de manera democrática y asamblearia. Cien años llevan ya funcionando en el Estado de Israel. Actualmente, en 273 kibutzim desparramados a lo largo y ancho de este país con un tamaño un poco inferior a Galicia viven 120.000 personas, un 16 por ciento no superan los 18 años de edad mientras en nuestros pueblos de Galicia ese porcentaje es muy inferior y en constante descenso.
La población de los kibutzim varía. Desde los 30 s del más pequeño hasta los 1.200 del más poblado. El valor de esta modalidad ya hay que buscarlo desde sus inicios, con un entorno sumamente hostil, caracterizado por la general pobreza de las tierras a cultivar, condiciones climáticas rigurosas, enfermedades, así como la permanente amenaza bélica a la que se vio sometido el joven Estado desde su creación en 1948. Tales adversidades sólo se podían afrontar con una colonización colectiva.
Las aventuras individuales estarían condenadas a un estrepitoso fracaso. La característica fundamental del kibutz versa en que el individuo queda supeditado al interés general del grupo, de la colectividad. Evidentemente, el éxito de esta iniciativa radica en la fuerte carga ideológica, así como valores y convicciones muy firmes de sus miembros.
Los kibutzim evolucionaron en este siglo de vida. Pasaron por fases críticas, de enriquecedores y polémicos debates y las inevitables adaptaciones a nuestros tiempos. El lema “renovarse o morir” tuvo que ser aplicado. Hoy en día, el carácter agrario continúa, pero no solamente se dedican a cultivar productos alimenticios y a criar ganado, sino que su economía se diversificó de forma espectacular.
Jóvenes sectores tienen un considerable peso específico, como el turismo o la industria. Incluso algunos de ellos -puede sorprender desde nuestra perspectiva- acreditan notables éxitos en las nuevas tecnologías, en el desarrollo de centros comerciales, en la promoción inmobiliaria o en actividades artísticas. ¡La productividad y satisfacción de sus miembros es una realidad!
Los salarios, por lo general, según diversos estudios, no son inferiores a los 1.300 euros mensuales en un país con el costo de vida similar al español. (¿Cuál es el promedio de ingresos de las familias del campo gallego?). No es de extrañar la influencia en la economía del Estado de Israel. El 5,2% del Producto Interior Bruto y el 9% de la producción industrial -destacar que no llegan al 2% de la población total del país- lo aportan los kibutzim.
Las exportaciones al extranjero alcanzaron los 3.400 millones de euros. Son propietarios de tres centenares de fábricas y emplean a 41.000 trabajadores. Un tercio de la producción agrícola de Israel procede de los kibutzim. Norma que había hecho realidad el objetivo de los pioneros, llegados de muy diversas partes del mundo: florecer el desierto.
Al día de hoy, Israel casi produce la totalidad de alimentos que consume. Las cifras son elocuentes. Por eslabón, considero este modelo válido como ejemplo de trabajo en comunidad, de solidaridad y de solvencia. Las ideas socialistas desarrolladas con éxito en una sociedad capitalista.
Los resultados conseguidos son destacados. Se compare con nuestro campo, en constante despoblación, envejecimiento galopante, abandono de explotaciones y con unos beneficios desproporcionadamente escasos respecto al esfuerzo y dedicación de nuestros labradores y ganaderos.
Claro que aquí tenemos cooperativas, sociedades agrarias de transformación y otras iniciativas muy loables. Pero son una excepción. Seguimos desconfiando de las alianzas. Apostamos por el individualismo y por una falsa competitividad que no conduce a nada positivo. Y por supuesto, una falta de apoyo real y efectivo de las distintas administraciones gallegas y españolas. Tenemos un modelo que funciona, con dificultades también, pero que evolucionó y se adaptó.
Un ejemplo de como desde la producción agraria y ganadera se diversifica cara a otros sectores innovadores que consiguen unos beneficios económicos evidentes. En cada parroquia gallega podría existir un kibutz o algo semejante. Otro gallo nos cantaría; el paisaje humano, socio-económica y la calidad de vida serían bien diferentes. Pero la línea sucesiva en este país fue en otro sentido. Y a la vista de los resultados, no parece ser la más acertada.
¿Quo vadis, Jerusalén?
Creo que este era el título de una película -ruego se me disculpe mi ignorancia cinéfila- pero viene como anillo al dedo para tratar de responder al interrogante sobre el futuro de esta ciudad milenaria, llamada Jerusalén. Cargada de historia, en ella se encuentran lugares santos para varias religiones y sus respectivos creyentes siendo objeto de disputa desde tiempos inmemoriales.
Pasé cinco días como visitante que se me antojan insuficientes para realizar una valoración amplia y objetiva. Difícil resulta contestar a la pregunta con la que titulo este texto.
Aun así, nos arriesgaremos. No tengo clara la respuesta sobre el futuro de Jerusalén. ¿Quien la tiene? Pero sí estoy plenamente seguro de lo que esta urbe, con sus 700/000 habitantes actuales, no quiere ser.
En primer lugar, Jerusalén no quiere que se hagan más guerras en su nombre. Jerusalén no quiere ser testigo de comportamientos y actitudes intolerantes cara a cualquier persona o colectivo, ni discriminaciones por razones de credos, razas, sexos, nacionalidades. Jerusalén no quiere que por sus calles reine la imposición.
Jerusalén no quiere perder esa fascinante magia que encierra su Ciudad Vieja, ni dejar de ser destino de peregrinaciones de aquellos que buscan un sentido trascendental a sus vidas, ni perder el misticismo que rodean a los distintos cultos que en ella se celebran. Jerusalén tampoco quiere renunciar a ser una ciudad moderna y vanguardista, que combina su histórico pasado con el inevitable progreso. Y Jerusalén no quiere, bajo ningún concepto, dejar de ser la Capital Eterna de Israel.
Fuente: Aurora Digital

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