Por Moisés Garzón Serfaty
Alguna vez surgió la que se llamó “la izquierda” rodeada de una aureola romántica, de autenticidad, de buenas intenciones… Un dechado de bondades que se convirtió en mito.
Si bien existe una izquierda moderada minoritaria, llamada democrática, y que lo es y convive con otras ideologías, incluyente y respetuosa, que contribuye al desarrollo social, económico, político y cultural de los países donde gobierna o cogobierna, hoy nos topamos con otra izquierda despersonalizada, sin carácter, en la que se agrupan los románticos impenitentes de siempre, los ingenuos o bobos, los vivos y los vividores, los mercenarios sin pudor y sin conciencia y los arrepentidos, que son muchos, quienes flotan en un limbo de añoranza, frustración e indecisión. Es la izquierda siniestra y no es redundancia. Es esa izquierda que mide la realidad y la juzga con doble rasero y que defiende lo que antaño presumía combatir.
Esta izquierda se ha aliado hoy con la derecha más recalcitrante, con satrapías cavernícolas de las que copia sus métodos y los lleva a la práctica. Se diría que son clones.
A la vista de esta izquierda despersonalizada es que yo, tozudamente, me pregunto: ¿Quién dijo que la izquierda es progresista, democrática, ética, altruista, que persigue la justicia, la libertad, el bien de los pueblos, su progreso y desarrollo en los ámbitos antes señalados y en otros ámbitos utópicos? ¿Quién lo dijo?
Ese nuevo orden que la nueva izquierda pretende implantar no se alcanzará nunca si el método a seguir es el de más gestos que convicciones, y el hombre nuevo que se proyecta nunca será el fruto de un populismo redentor que no es más que un cazador de incautos, quienes, pasado algún tiempo, lucen con más desencanto que optimismo y están en igual o peor condición de depauperados y resentidos irredentos.
En esa nueva sociedad socialista que viene preconizando esta izquierda —campo abonado para la corrupción y la arbitrariedad— crecen la mediocridad, la ambigüedad, el atropello, la siembra del odio, la compra-venta de conciencias y voluntades, la delación y el terror, la miseria moral y material. Crece también una nueva clase proclive al exhibicionismo, a la adulación al amo, al desenfreno, a la persecución y eliminación del que disiente, al culto de los personalismos…
La cruda realidad que se percibe es una realidad desdibujada, desfigurada, trucada, un espejismo, todo ello edulcorado con una catarata de vaguedades y de promesas incumplidas. Esto lleva a un estado de alienación de la sociedad, de degradación, de deformación mental individual y colectiva, víctima de una grosera manipulación y de la burla de su buena fe, del fin de sus sueños y esperanzas destruidas.
Con banderas y gestos arcaicos, consignas caducas, himnos de muerte, atada a experiencias reiteradamente fracasadas, esta izquierda no necesita ser desmitificada. Se ha desmitificado por sí misma.