Por Aarón Alboukrek
En mi adolescencia me pregunté alguna vez por el nombre que se le dio al hogar nacional del pueblo judío. En aquel entonces desconocía que se habían planteado otras posibilidades. En ningún momento me cuestioné su relevancia, Jacob y David estaban tan presentes en mi cacho de inconsciente colectivo judío que tan sólo por ellos la opción parecía plenamente justificada. Pero el biculturalismo en el que me desenvolvía y que estaba a la flor de mi piel me llevaba a la posibilidad de Judea o a la de Nueva Judea. No sabría decir si lo pensé por mí mismo o si lo absorbí de los cotidianos y enriquecedores cuestionamientos paternos en torno a la posibilidad histórica de desplegar la identidad judía sin diáspora de por medio. No importa. Años después supe que esas habían sido otras opciones y que fueron rechazadas por los constituyentes sionistas.
¿Por qué estaba en mi mente Judea? Era simple y no, el nombre se identificaba claramente con el de judío, Herzl había escrito “El Estado Judío” y la Declaración de Independencia postulaba un Hogar Nacional Judío, por primera vez después de miles de años lo judío pasaba a poseer un carácter nacional formal dentro de un Estado político moderno soberano, y ser judío debía ser equivalente entonces a una nacionalidad. En otras palabras, pensé ingenuamente que ser judío sería de ahí en adelante como ser francés o italiano y se debería de tener así un pasaporte judío emitido por el ministerio correspondiente.
Aquel que fuese judío no necesitaría adoptar en realidad una nueva nacionalidad porque el Estado Judío sólo estaría regresando a sus hijos el derecho de ejercer con plenitud una cultura que otras naciones les habían intentado inhibir o destruir por siglos.
En mi mente todo quedaba así en una suerte de familia nacional, con abuelos reyes, profetas y exégetas, con padres forjadores de la patria, con tíos filósofos, médicos, científicos, literatos y artistas perseguidos y laureados, con hermanos mayores héroes que se desangraron por los demás y con nuevas generaciones emancipadas de primos y demás.
El que no fuese judío y quisiera vivir en Judea porque se hubiere enamorado tal vez de una flor kibutziana que le hiciese pétalos tendría que adoptar entonces la nacionalidad judía y renunciar a la original o declarar, en su caso, fidelidad a la nueva, a semejanza del resto de las naciones. En mi fantasía histórica cultural, esta Judea habría sido en sentido exacto la Tierra de la Semejanza.
Lo difícil era que Israel implicaba el gentilicio de israelí sin que en realidad fuera sinónimo de judío y eso suponía adicionar algo más a lo judío, no sabría definirlo con certeza, pero suficientemente poderoso como para suponer que el judío inmigrante debía de adoptar en verdad una nueva nacionalidad, parecido al no judío deseoso de vivir ahí aunque ciertamente no estuviese integrado a la Ley del Retorno y le implicase más requisitos.
Lo difícil no paraba ahí; ser judío implicaba una ritualidad básica que más allá de ejercerla laicamente o de no ejercerla suponía la presencia dinámica de una confesionalidad incrustada de manera espontánea en una nación paradójicamente abierta a la desemejanza, es decir, a la diversidad.
Así, al enamorado que supuse arriba no le hubiera bastado cambiar de nacionalidad, no se hubiera hecho judío, sólo israelí en el mejor de los casos y hubiera tenido entonces que convertirse a la semejanza reinante o su flor deshojarse a sí misma para lograr con plenitud esa fantasía amorosa no cabalmente reproductiva de la cultura judía y sí reproductiva de la nacionalidad israelí en sí misma.
Sin poder racionalizarlo con claridad, sólo como una percepción intuitiva, me parecía que el biculturalismo del inmigrante judío sería entonces insalvable en Israel pues no bastaba con ser judío y era necesario ser israelí. Era como reproducir básicamente lo mismo que vivía un judío de cualquier parte de la diáspora, poco habría de cambiar en mi fantasía de la Semejanza Terrenal. Por eso pensaba en Judea.
Claro que ese nombre tampoco resolvía el problema y mi romántica idealización. Herzl y los constituyentes obsequiaron honesta y dignamente un crucigrama al pueblo judío sin la solución invertida para copiarla en la desesperación de no encontrar alguna o varias palabras.
Al parecer, la biculturalidad del judío tampoco se salva naciendo en Israel pues con toda certeza hay muchos que sienten la religión como una roca indestructible que lo ha soportado todo a través de la historia y que les ha dado la mayor de las riquezas para ser y estar en el mundo, es decir, una identidad cultural más fuerte incluso que la que ofrece un Estado nacional y cuyo discurso oculto podría expresar la posibilidad real de poder seguir siendo judío en cualquier parte del mundo.
Esto significa poder jerarquizar entre lo judío y lo israelí, de la misa manera que el judío diaspórico ha tenido que jerarquizar abiertamente su biculturalidad en momentos aciagos.
¿Es el judaísmo israelí una forma más del judaísmo diaspórico? ¿Es la diáspora una fuerza transcultural que arrastra hacia su gravedad al judaísmo todo como si fuera el sistema abstracto de una lengua que abre la posibilidad de sus dialectos haciendo relativa a la lengua madre? Como sucede en cierta forma con el español de España, por ejemplo, que hace mucho dejó de ser la lengua madre monárquica para ser convertida en un dialecto más de un sistema de habla que abarca varias decenas de lenguas autónomas.
Creo oportuno preguntarse si en verdad lo israelí fortalece a lo judío o si lo judío debilita a lo israelí. ¿Y qué decir del sionismo cristiano por sólo abarcar una semejanza desemejante?
La democracia parlamentaria israelí tiene ante sí una lucha compleja y vital distinta a la del patriarca bíblico cuyo nombre cambió el mensajero de Dios llamándolo Israel.
Fuente: Aurora Digital