La segunda generación de sionistas, Parte III

La asimilación es un exterminio de almas judías
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Por Anita Shapira
Parte III
La segunda generación de sionistas, nacidos desde 1880 en adelante, confrontaron con el ideario socialista, y la síntesis entre éste y el ideario sionista constituyó un componente fundamental en su concepción de mundo. Los jóvenes judíos arrastrados por la revolución se sentían poderosamente atraídos por la idea socialista: se trataba de una ideología básicamente sustentada en el principio de la justicia natural y la igualdad de todos los seres humanos, que ofrecía una explicación global a los sufrimientos del pasado y proponía esperanzas para un futuro en el cual todas las diferencias basadas en la nacionalidad se esfumarían por completo, y los judíos realmente podrían integrarse a la sociedad cosmopolita que habría de surgir.
La revolución inminente constituía una presencia permanente en la vida cotidiana. Cuando un pequeño huérfano judío de la Varsovia de principios de siglo lloraba de cansancio en su pobre lecho después de una jornada de trabajo agotador junto a personas toscas y violentas, su buen amigo le acariciaba la cabeza y lo consolaba: "No llores, Slutzkin, la revolución está por llegar!" (los dos habrían de vivir la mayor parte de sus vidas en un kibutz del valle de Jezreel. La confianza en la redención cercana constituía la base del discurso encubierto que iluminaba los rostros y confería sentido espiritual a cualquier acto trivial y cotidiano. Las energías anímicas generadas a consecuencia de la sensación de estar tomando parte en el curso de la historia hacia su meta final, en el avance del tren del tiempo hacia un futuro mejor, fueron la fuerza motriz del movimiento sionista, al igual que lo fueron en las revoluciones desde Beijín hasta África del Norte.
El siglo XX se caracteriza por ser el siglo de la totalidad: grandes masas humanas que en los siglos anteriores no habían sido partícipes de los grandes avatares de la historia se vieron arrastradas por la tempestuosa ola de la era revolucionaria. La guerras dejaron de constreñirse al área de combate y las poblaciones civiles se vieron no menos afectadas que los combatientes en el campo de batalla. El alistamiento a la guerra era total: todos los recursos de la nación, todo el potencial humano, hombres y mujeres, jóvenes y adultos. También la revolución (nacional o social) exigía el alistamiento de la nación toda, tanto de las masas simples como de los intelectuales, tanto de los soldados como de los poetas.
A fin de asegurar este alistamiento total y duradero, se creó un sistema de propaganda y esclarecimiento, educación y adoctrinamiento destinado a garantizar el compromiso permanente del individuo con el fin supremo. En una visión a vuelo de pájaro a fines del siglo XX, estos métodos de adoctrinamiento nos parecen ingenuos en el mejor de los casos, y destructores en el peor. Enarbolaron el estandarte del valor del ente colectivo y de los objetivos colectivos de la sociedad; persuadieron al individuo de que debía sacrificar su vida en pro de la meta colectiva; hicieron hincapié en valores como la entrega al grupo colectivo, el patriotismo, la aceptación de las decisiones de la sociedad, lo que cierto dirigente de la izquierda israelí definiera como "conformismo revolucionado"; crearon mitos de mártires que en la lucha contra las fuerzas del mal ofrendaban sus vidas en aras de la redención colectiva y describieron un mundo maniqueamente dividido ente las fuerzas de la luz y las de las tinieblas, entre la justicia absoluta y el mal absoluto, en el cual el combate entre ambos sectores era una lucha a muerte. En esa lucha el individuo cumplía una función decisiva; por eso, en ningún momento podía liberarse del deber de hacer todo lo posible, sacrificando incluso lo más querido, la felicidad personal y hasta la vida, en pos de la meta colectiva. Era la lucha por el futuro de la nación, por el futuro de la humanidad, y quien no se alistaba baje esa bandera era un traidor, o simplemente un cobarde.
Estos métodos educativos fueron compartidos por todos los movimientos revolucionados del siglo XX. Y no sólo por ellos: en tiempos de guerra total, como las guerras mundiales, los mecanismos de reclutamiento y propaganda de los países combatientes abogaron por los valores de la entrega a la sociedad y la disposición al sacrificio. El individuo, su felicidad y sus planes personales eran considerados secundarios en una época en la que el ente colectivo luchaba por su existencia. La tolerancia, la apertura a ideas rivales, la disposición a escuchar al contrincante era percibida como un lujo que no podía permitirse en tiempos de grandes angustias nacionales o sociales. Las democracias que luchaban por su supervivencia adoptaron los métodos de educación y propaganda de las grandes creencias redentoras laicas.
El movimiento sionista fue hijo de su época. Para reclutar a sus adherentes se vio forzado a entablar un combate perpetuo contra las otras creencias de redención que competían con él por el alma de los jóvenes judíos: el comunismo y el bundismo. El fanatismo, la exigencia de una lealtad absoluta, la intolerancia eran las armas usuales de ese combate. También en el seno del movimiento sionista se entablaron luchas incesantes por las almas de los fieles: el movimiento sionista no era monolítico, y en su seno convivían diversas corrientes, desde la derecha próxima en sus concepciones a la extrema derecha europea de aquellos tiempos hasta la izquierda al borde del comunismo. Como suele suceder en las sectas religiosas, cuanto más cercano en sus ideas estaba el rival, más peligroso parecía, y la desviación era considerada el peor de los pecados. El castigo más terrible consistía en el repudio y la expulsión. En una sociedad voluntaria, en la cual la pertenencia tiene una importancia decisiva, ese castigo equivalía al antiguo anatema.
Al igual que otras sociedades revolucionarias, también el movimiento sionista creía en el surgimiento de un hombre nuevo, un judío nuevo, que fuera diferente de sus padres en su forma de vida y en las pautas que rigieran su conducta. La disposición a dedicarse a la ingeniería humana, a la reconfiguración de la naturaleza humana, caracterizó al osado optimismo de una época en la cual los Líderes no vacilaban en adoptar decisiones que determinaban de un plumazo el destino de naciones y estados. La fe en la posibilidad y la justicia de imponer a la realidad "grandes" soluciones, sin que importaran las víctimas que su implementación requeriría, fue aceptada por la "opinión pública esclarecida" de aquellos tiempos. La generación presente era considerada la víctima propiciatoria, el aceite que lubricaría los engranajes de la revolución, quien construiría el futuro de la humanidad, participaría en el combate que pondría fin a todas las guerras y salvada a la civilización de la destrucción. Por eso la juventud, la generación del futuro, era tan importante.
El culto a la juventud acompañó al movimiento sionista. Así como la izquierda cantaba "destruiremos el mundo del ayer", también el sionismo consideraba que lo antiguo, la tradición, el legado de las generaciones anteriores simbolizaba todas las iniquidades de ese mundo que estaba por desaparecer. "Hijo, no escuches la moral de tu padre ni prestes atención a las enseñanzas de tu madre" decía el poeta David Shimoni en un texto que se convirtió en consigna del movimiento juvenil pionero socialista Hashomer Hatzair. El añadido del adjetivo joven" a los nombres de toda clase de instituciones sociales y culturales es otro ejemplo de ese culto a la juventud.
El hecho de dar la espalda al pasado implicaba también dar la espalda a la diáspora, a todo el antiguo mundo judio, y ayudó a romper los lazos que unían a los jóvenes con sus hogares y familias, con la sociedad y los paisajes de la infancia, con la cultura conocida y el idioma íntimo y cercano. Ese hecho implicaba el enajenamiento de las formas de vida pequeño- burguesas y la aceptación de un estilo de vida nuevo en un lugar extraño, en una sociedad rígida y a veces hostil, en condiciones de escasez y pobreza física y cultural. Para poder resistir todo esto, los jóvenes que emprendían esta senda dolorosa necesitaban el marco contenedor del adoctrinamiento, que confería valor y significado al sufrimiento, y coronaba a los combatientes como redentores de la nación, corno el ejército de pioneros que finalmente habrían de triunfar. El fanatismo y la intolerancia resultaban cruciales en esa lucha: la tolerancia es el arma de Los fuertes; los débiles preservan el elemento aglutinante del grupo, la solidaridad interna, a través del celo y la lealtad total.
Desde nuestra perspectiva de fines del siglo XX, la apreciación de Yehudi Minujin de que éste fue el siglo que despertó las más grandes esperanzas y las destruyó todas parece digna de ser tomada en cuenta. Ha acabado la era de la ingenuidad. Los vientos que soplan hoy en día en el mundo occidental, al menos en los estratos formadores de la opinión pública y la moda cultural, son extremadamente individualistas. La "autorrealización" ya no significa vivir de acuerdo con las propias convicciones, sino de acuerdo con los propios caprichos. El ente colectivo pierde su fuerza de atracción, mientras se fortalecen las fuerzas centrifugas. Los ideales han perdido su capacidad de atracción, ante la crueldad de su implementación y las dimensiones de las víctimas que causara su traducción a la realidad. Se ha disipado el espíritu mesiánico que inflamara a los líderes y a las masas. La gente huye de las palabras altisonantes, porque sabe que en algunas ocasiones encubren hipócritas ansias de poder. La duda ha dado lugar al cinismo y a La crítica a los ideales absolutos, que hoy en día son percibidos como armas de exterminio masivo. La política ha dejado de ser el reino de los ideales para recuperar su condición del arte de lo posible. El pragmatismo ha hecho a un lado a la ideología.
La historia sionista del siglo XX transcurrió a la sombra de los grandes movimientos revolucionarios, como objeto de ellos pero no como factor impulsor o engranaje del tiempo. El sionismo no constituyó un factor decisivo en el estallido de la Primera o la Segunda Guerra Mundial, no estuvo involucrado en el estallido de la crisis económica de 1929 y sus consecuencias desoladoras; no generé la revolución bolchevique y no produjo el derrumbe de la URSS; pero todos estos acontecimientos ejercieron una influencia decisiva en la historia del sionismo. El movimiento sionista se nutrió e inspiré en ellos, adopté las formas de reclutamiento y vías de acción de ese mismo mundo espiritual del siglo XX, cuyos fracasos sirven y servirán de recordación admonitoria para las generaciones venideras, a fin de que sepan cuidarse y no acercarse demasiado al sol, que abrasa las alas de quienes aspiran a llegar a él. Pero después de que ese mundo se revelara como una fractura colosal, el movimiento sionista logró plasmar, ligado al espíritu de la época, un objetivo judío particular y concretable. Los ideales que remontaban vuelo eran imprescindibles a fin de reclutar las energías humanas necesarias para la concreción del ideal sionista. Sin él, cabe dudar que se hubieran encontrado las fuerzas anímicas y el núcleo de realizadores que lograran transformar la idea en realidad. Finalmente, el movimiento logró conservar su dimensión humana. A pesar de que en sus márgenes se desarrollaron otros enfoques, el pragmatismo y el arte de lo posible fueron en definitiva su línea directriz.
Si el movimiento sionista hubiera demorado en aparecer, ¿habría logrado concretarse en la actualidad? No es una pregunta histórica, pero me atreveré a decir que me parece que no habría podido lograrlo. Sólo en una época en la que todas las coyundas sociales se desataron, en la que todo se hallaba en situación de inestabilidad, en la que todos los valores y todas las garantías de supervivencia parecían puestos en duda, sólo en un momento histórico como ése tuvo el sionismo la posibilidad de ser aceptado como solución real a los problemas de la hora. Por otra partel sólo en una época cuyo espíritu recalcaba la importancia de la consagración del individuo al colectivo, en la cual las esperanzas de redención total conmovían los cimientos del mundo, en la cual todos los pueblos se sacrificaban por un futuro mejor, sólo entonces pudo el sionismo reclutar las fuerzas internas de sus adherentes para crear una vanguardia activa, imprescindible para su triunfo.
Hoy en día, el poder de convocatoria de los ideales colectivos se ha disipado. También el sionismo, al igual que otros "ismos", padece los achaques de la vejez: el ardor de la fe de sus creyentes se ha enfriado y su poder de convocatoria se ha debilitado enormemente. La sociedad israelí refleja el espíritu de la época de nuestros tiempos en la cultura occidental. Si Herzl dijera hoy en día "Si lo queréis, no será una leyenda", es muy posible que fuera visto como un alucinado. Pero con respecto a la primera mitad del siglo XX, cabe recordar la frase de Friedrieh Engels, quien afirmara:
"La historia es tal vez la diosa más cruel, y conduce su carruaje triunfal sobre miles de cadáveres; no sólo en tiempos de guerra, sino también en épocas de evolución económica pacífica. Nosotros, hombres y mujeres, somos lamentablemente tan necios como para no atrevemos nunca a emprender el auténtico progreso, salvo que nos veamos impulsados a ello por un sufrimiento intolerable". Parece tratarse de la descripción más adecuada de la historia del pueblo judío en el siglo XX.

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