Por Beatriz W. De Rittigstein
En estos días se cumplen 18 años del ataque terrorista que destruyó la sede de la AMIA, en Buenos Aires, cobrándose la vida de 85 personas y cientos de heridos.
Hay aspectos que no han terminado de desentrañarse, como la complicidad argentina. Pese a los numerosos discursos y las tantas promesas que se vienen escuchando en estos 18 años, no se percibe un compromiso auténtico para su pleno esclarecimiento; menos aún, el propósito de juzgar a todos los culpables.
En 2006, los fiscales Alberto Nisman y Marcelo Martínez denunciaron al gobierno iraní de su planificación y al Hezbolá de ejecutarlo. Luego, el juez Canicoba Corral ordenó la captura de siete funcionarios iraníes y un terrorista libanés. En 2007, Interpol ratificó las acusaciones y ordenó la emisión de circulares rojas de captura a los prófugos iraníes. El gobierno argentino ha requerido la extradición de los imputados para ser juzgados por un tribunal argentino o extranjero, pero Irán se ha negado a acatar el fallo.
Si bien es cierto que hubo un enfriamiento diplomático entre Buenos Aires y Teherán, en el presente, Argentina ha reiniciado sus lazos, incrementando el comercio con Irán, que se ha convertido en el segundo comprador de soja; y, el cuarto en general, detrás de China, India y la Unión Europea.
La impunidad ha expedido una patente de corso al régimen de los ayatolas y a sus subalternos libaneses para exportar el terror por el mundo. Por lo general, sus objetivos son israelíes o judíos, pero no escapan otras víctimas por hallarse en el lugar "equivocado". Sólo en los últimos meses perpetraron ataques en India y Tailandia e intentado atentar en México, Georgia y Kenia.
La Justicia tardía, no es justicia y ésta ya tiene 18 años de atraso.