Por Beatriz W. de Rittigstein
Tras las declaraciones de Fidel Castro al periodista Jeffrey Goldberg y su desmentido, por demás insostenible debido a la contundencia y claridad de sus afirmaciones, nos convencieron que sí dijo lo que dijo.
Para Goldberg, el viejo tirano está en una "gira de redención" en temas como el trato a los homosexuales o el antisemitismo porque "piensa en su legado y en el modo en que es percibido".
Uno de los asuntos que Castro no se atrevió a rectificar fue su reclamo a Ahmadinejad, pese a haber actuado de forma mancomunada con los ayatollas en varios frentes, entre ellos, la incitación a deslegitimar a Israel.
En un principio, los militantes de la revolución cubana sintieron gran admiración por el Estado judío; lo consideraron el triunfo viviente sobre la adversidad. Les impresionó la sobrevivencia de una pequeña nación rodeada y asediada por enemigos; el sobreponerse a las tragedias y el ejemplo palpable del único experimento socialista exitoso: el kibbutz. Sin embargo, motivado por la influencia soviética y por las interesadas alianzas con los sectores más radicales árabes, en 1973 Castro rompió relaciones con Israel y envió tropas para reforzar al ejército sirio durante la guerra de Yom Kipur. A partir de ese entonces, Cuba responsabiliza a Israel por el conflicto en el Medio Oriente, omitiendo la irreductible hostilidad árabe e islámica.
El arrepentimiento tardío de Fidel no tiene valor, frente al recuento de las conspiraciones en que involucró a su país, ligadas a perversos movimientos terroristas, así como el empobrecimiento y la opresión a la que sometió a su pueblo, para mantenerse en el poder por más de cinco décadas. El demoledor juicio de la historia ya lo condenó; la redención es ilusoria.