Por Beatriz W. De Rittigstein
Tras la Segunda Guerra Mundial y conocerse la magnitud del Holocausto, el antisemitismo pasó a ser una vergüenza, por lo que pronto los antisemitas buscaron una vía distinta para dar rienda suelta a sus resentimientos, aparentando corrección y decencia. Con ese propósito, el término sionismo fue desvirtuado al punto de transformarlo en objetivo de odio, achacándole prejuicios similares a los que en épocas anteriores se usaron como excusa para segregar, perseguir y masacrar al pueblo judío.
Hacia finales de los 60 y con especial énfasis a mediados de los 70, se desplegó una campaña que adulteró el significado real del movimiento que concretó la reconstrucción de Israel en su tierra ancestral. Uno de los responsables de esta insania fue la Unión Soviética, quien propagó esta nociva carga entre sus satélites de Europa Oriental, fortaleciendo sus alianzas con el mundo árabe e islámico y con el muy alineado movimiento de los No Alineados.
En el presente, con mayor virulencia y arbitrariedad, progresa una campaña para deslegitimar al Estado de Israel, definiendo el sionismo como la raíz de todos los males; "el complot sionista" es semejante a la conspiración judía, calumnia difundida a través del falso pasquín Los Protocolos de los Sabios de Sión, de principios de siglo XX.
Los actores de la actual campaña no son los mismos de hace cuarenta años, pero están ligados. Al igual que en el pasado, en este distorsionador juego de espejos actúa el fundamentalismo islámico, seguido por ciertos países y movimientos árabes, sumándoseles la extrema izquierda. El empeño es análogo; Ahmadinejad lo repite con idéntica claridad a Jomeini: borrar a Israel del mapa.
Sin embargo, el peligro va más allá: compromete la paz mundial.