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Por Beatriz W. de Rittigstein
Desde que se conoció el horror del Holocausto, el ser antisemita es un asunto rechazado. Por ello, los antisemitas, principalmente de la ultra izquierda, encontraron una nueva vía para expresar el viejo odio, condenando cualquier práctica del Estado de Israel, desde sus acciones bélicas hasta el desarrollo científico, pasando por sus relaciones internacionales, creaciones artísticas, sistema político; todo asunto sirve para dar rienda suelta a prejuicios antisemitas.
Resulta evidente la doble moral con la que juzgan a Israel, acusándolo con ligereza de hechos incluso irreales, o no tomados en cuenta en otros países. Persistentemente se justifican con la excusa de no tener nada contra los judíos, pero tildan al Estado judío de “artificial, un engendro”; descalificaciones que responden a una coordinación que busca deslegitimar su existencia. De modo conveniente a su encono ideológico, omiten que Israel como entidad nacional, ubicada en su actual territorio, existió desde hace más de 3.000 años.
Pese al intento de diferenciar entre antisemitismo y la demonización de Israel, la delimitación es ilusoria. En nuestro país vemos una variedad de consignas promovidas a través de los medios ligados al gobierno, que pretenden esa infructuosa separación. En los días de la operación “Plomo fundido”, Aporrea publicó numerosos artículos explotando la estigmatización; por ejemplo, un antisemita asiduo escribió: “Desde 1947 aupados por sus hermanos estadounidenses y la camarilla de comerciantes esquizofrénicos del mundo que sólo ven por el ojo del dinero, los judíos llegaron a donde se encuentran en este momento a matar a los verdaderos dueños de esa geografía”.
Con este guión, nada aislado, cae la máscara de la engañosa treta y se expone la repugnante cara del odio.

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