Por Héctor Faúndez Ledezma
A caba de ser localizado, en Hungría, László Csizsik-Csatary, uno de los criminales de guerra nazis más buscados, quien, como jefe de la policía húngara en la ciudad de Kassa, es responsable de la deportación de más de 15.000 judíos al campo de concentración de Auschwitz, y de ordenar el traslado de otros 300 a Ucrania. Aunque en 1948 los tribunales checoslovacos condenaron a Csizsik-Csatary a la pena de muerte, él logró huir a Canadá, donde permaneció oculto, con una identidad falsa; en 1997 fue descubierto, pero logró huir otra vez. Ahora, gracias a las investigaciones del Centro Simon Wiesenthal y del periódico londinense The Sun, lo han encontrado en Budapest, donde está bajo arresto domiciliario.
Descartemos la pena de muerte que, además de cruel, es rechazada por las naciones civilizadas. Sin embargo, alguien podrá preguntarse por el sentido que tiene juzgar a un anciano, por crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial, hace más de 67 años. La respuesta a esa pregunta es igualmente válida para los responsables de atrocidades cometidas en la antigua Unión Soviética, en la Cambodia asolada por Pol Pot, o durante la dictadura militar argentina. Una sociedad democrática no puede hacerse cómplice de las monstruosidades cometidas en el pasado ni puede renunciar a hacer justicia, tampoco ignorar el dolor de las víctimas. Además, de acuerdo con el Derecho Internacional, el Estado tiene el deber de perseguir y castigar a los responsables de graves crímenes internacionales.
Seguramente muchos se compadecerán de un pobre anciano perseguido por las víctimas del nazismo, y no faltará quien proponga olvidar aquellos hechos, para mirar hacia el futuro, en un clima de paz y reconciliación. Pero quien sea capaz de plantear algo así está más cerca de los victimarios que de las víctimas y es incapaz de comprender el tamaño del dolor y sufrimiento causado por los primeros. El castigo de esos crímenes tiene, a su vez, un valor simbólico, que refleja lo que la sociedad considera inaceptable y que contribuye a evitar la repetición de hechos semejantes.
Alguien podrá decir que, para poder avanzar, hay que transar, y muchas veces olvidar. Pero hay principios que son innegociables. No puede haber paz ni reconciliación sin justicia, y sin el necesario reconocimiento a las víctimas de los crímenes del pasado. Nelson Mandela pudo renunciar a perseguir y castigar a los responsables de la política de apartheid en Suráfrica, pero nunca renunció a que se supiera la verdad ni a que las víctimas de esa política tuvieran alguna forma de reparación.
A propósito, esta semana se ha cumplido un aniversario más del comienzo de la Guerra Civil de España que, con la ayuda del fascismo italiano y del régimen nazi, desembocó en la dictadura de Francisco Franco. A diferencia de otros países que han sufrido largas tiranías, después de la muerte de Franco, España es el único país que se ha negado a investigar los crímenes del franquismo. Ni siquiera creó una comisión de la verdad, que reparara la memoria de las víctimas, ni ordenó desenterrar sus cuerpos, desde las cunetas a las que fueron arrojados; muy por el contrario, optó por sancionar al juez Baltasar Garzón por intentar cumplir con las obligaciones asumidas por España en numerosos tratados internacionales. Esa es una deuda pendiente del Estado español. Esa es una herida abierta que no ha cicatrizado, porque no ha sido atendida, y que constituye una afrenta a las naciones civilizadas. Es de esperar que el criminal de guerra László Csizsik-Csatary, capturado en Hungría y no en España, reciba el castigo que merece. Eso es lo que requiere la justicia y la memoria de las víctimas.
Fuente: diario El Nacional, Venezuela