Por Alfonso Vázquez-Monxardín
El día 17 de julio de 2009, cuando tenía 96 años, tomó Jacques Stroumsa muy de madrugada un autobús en el puerto de Eilat, allá en el fondo del Golfo de Aqaba, en el extremo sur de Israel, para ir a dar una charla a Yad Vashem en Jerusalén, el centro de la memoria judía en relación con el Holocausto.
Se había levantado muy temprano porque tenía ilusión por venir al encuentro de los docentes españoles que estábamos en aquel curso. Era el colaborador, el testigo más veterano de la sección de lengua española de la institución de los guardianes de la memoria.
Con un hilito de voz que nos hacía estar a todos en escrupuloso silencio y apretujados a su mesa, relataba los años de infancia en una Salónica desmoralizada. Él había nacido en 1913, un año después de la incorporación de la ciudad a Grecia. Más de 80.000 españoles judíos mantenían de aquella viva la lengua que él estaba usando reposadamente en aquella sala, ese español medieval de fonética arcaica entrefebrado con gotas de vocabulario cogido de los países por donde habían pasado aquellos judíos errantes antes de encontrar el sosiego generoso del Imperio Otomano. Contaba como existían de aquella, escuelas promovidas por Francia, Italia, Inglaterra, incluso Alemania, pero no por España, en aquel rincón multicultural, segunda ciudad ya de Grecia en un momento de anexión integradora.
Salónica había sido durante muchos siglos una especie de Jerusalén judía sobre todo, pero también turca y griega. Con la anexión, la minoría turca había crecido de forma radical, pero la judía iba resistiendo. Contaba Stroumsa como era su familia de músicos, de violinistas, y como se hizo ingeniero industrial en Francia donde residió unos años antes de volver a Salónica para trabajar y cumplir con el servicio militar.
Con su vida y viajes cosmopolitas y con su buen oído, llegó a hablar muchas lenguas: castellano, turco, griego, hebreo, francés. Estaba orgulloso. Pero un día aquel mundo se vino abajo.
Llegaban ecos de Alemania y Polonia. No podía ser. Era demasiado terrible para ser cierto. No podía haber tanto mal. Pero el mal llegó. Lo metieron en un tren con su familia. En el tren 16, junto a otros 2.499 judíos de Salónica, un día de la primavera de 1943. Llegaron al destino. Los separaron. En 1.685 personas no gastaron tinta. Directamente salieron por las chimeneas de Auschwitz. Entre ellos su mujer embarazada de ocho meses, sus padres y los suegros. A los otros 814 los tatuaron. Un triángulo como judío, una G como griego, y un dígito.
Y Jacques se salvó, curiosamente, por la música. Como violinista tatuado en el infierno. Porque cómo dice el título de uno de sus libros, “Elegir la vida”. Luego debió de trabajar de ingeniero esclavo. Pero no había otra elección: suicidio o supervivencia. Y debía seguir vivo para dar testimonio del horror. Para impedir el olvido y para evitar el odio.
Así como se marchó de la sala el viejecito, hablamos. Y nos dijeron que había habido algunos israelíes que no habían acogido bien a los salidos de los campos de concentración. Eran culpables de sobrevivir, de hacer lo posible y lo imposible por cumplir el mandato bíblico de mantener el hilo de la vida.
Israel no quería, no debía ser la casa sólo de los héroes, de los combatientes, sino de todos los supervivientes.
Jacques Stroumsa acabó reconstruyendo su vida junto con Lora, de Atenas, y en los últimos años se deleitaba con su nieta violinista. Cerró el círculo de la vida allá en la inquieta y esperanzada Jerusalen, días atrás, cuando era tiempo de magostos en Ourense. Que la tierra te sea leve, Jacques.
Escritor y socio fundador de AGAI (Asociación Galega de Amizade con Israel).
Fuente: amizadeconisrael.org