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Por Beatriz W. de Rittigstein
El mundo occidental muestra que no ha aprendido y Gadafi evidencia que es el mismo.
Recientemente en Libia se festejó el 40 aniversario del alzamiento que derrocó al rey Idris y llevó al poder a Muamar Gadafi, quien trazó un dogma basado en el panarabismo de Nasser, creando una versión personal del "socialismo islámico".
Más allá del plano teórico, desde ese entonces hasta el presente, apoyado en la riqueza petrolera, Gadafi ejerce un control ilimitado, caracterizado por una férrea represión. Además, este estrafalario personaje promovió el terrorismo, articulando una sanguinaria red que actuó en diversos lugares del mundo. Uno de los casos más sonados fue el estallido de una bomba en un avión de Pan Am sobre Escocia, en 1988.
Pese a la lejanía geográfica, conocemos de cerca los embates de la autocracia libia. En 1992, cuando Venezuela ejerció la presidencia del Consejo de Seguridad de la ONU, el organismo internacional sancionó al régimen de Gadafi con un embargo económico. Recordamos que, como represalia, una turba enardecida asaltó y quemó nuestra embajada en Trípoli, con total impunidad, ante la mirada de las fuerzas del orden.
En 2003, Gadafi renunció a su programa de armas de destrucción masiva y aceptó indemnizar a los familiares de las víctimas del terror libio; a partir de allí, fue reconstruyendo sus relaciones diplomáticas.
Hace poco, como un acto humanitario debido a su grave enfermedad, el gobierno británico devolvió a Libia a Abdelbaset Al Megrahi, condenado por el ataque de Lockerbie; sin embargo, resulta claro el beneficioso compromiso en el ámbito petrolero. Y contraviniendo los acuerdos de liberación, Al Megrahi fue recibido como un héroe, glorificando el terror.
El mundo occidental muestra que no ha aprendido y Gadafi evidencia que es el mismo, sólo que los años sumados a la experiencia le han dado más prudencia.

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