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Por Rabino Jonathan Sacks
Para los judíos de Europa éstos son los mejores tiempos y los peores tiempos. Tome al judaísmo británico como ejemplo.
En los últimos 20 años hemos construido más escuelas judías que en toda nuestra historia de 355 años. Culturalmente, una comunidad considerada moribunda hace una generación cuenta con un centro cultural, un centro comunitario en construcción, Semanas del Libro Judío, festivales artísticos, de música y cine, y un evento de educación para adultos -Limmud- que se ha replicado en otros 50 centros de todo el mundo judío.
Los judíos se han destacado en todos los campos. Los presidentes de ambas cámaras, de los Comunes y los Lores, son judíos. En los últimos años hemos tenido dos presidentes de la Corte de Justicia judíos, directores judíos de Oxford y Cambridge, un editor judío de The Times y líderes judíos de los partidos Conservador y Laborista. No sólo son judíos respetados, sino que también lo es el judaísmo. La voz moral judía se ha convertido en una parte significativa del debate nacional.
Éstos son logros asombrosos. Pero se ven opacados por el inquietante fenómeno de un nuevo antisemitismo que se extiende como un virus por toda Europa. Ello pide a gritos una explicación. Después de todo, luego del Holocausto, si había una cosa en la cual las personas de buena voluntad de todo el mundo estaban de acuerdo era: Nunca más.
Toda la cultura de posguerra en Occidente -en el mundo- se inclinaba en esa dirección. De la determinación de que nunca debería haber otro Holocausto surgió la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el concepto de “crimen de lesa humanidad”, la idea de que el racismo es un vicio, el movimiento por el diálogo interreligioso y el histórico cambio en el cristianismo conocido como el Concilio Vaticano II, Nostra Aetate.
¿Cómo, entonces, regresó el antisemitismo a las mismas naciones que se habían comprometido a no repetirlo? La cínica respuesta es que nunca murió, simplemente pasó a la clandestinidad. Hay una pizca de verdad en esto, pero muy pequeña. Como línea de razonamiento es profundamente engañosa. El nuevo antisemitismo sólo apunta contra los judíos como individuos en segundo lugar. Su verdadero objetivo son los judíos como nación, en Israel.
Lo que ha ocurrido en nuestro tiempo es un fenómeno extraordinariamente sutil, que sólo puede ser entendido remontándose dos siglos, a la época de la Ilustración y la Revolución Francesa. Durante siglos, Europa había estado desfigurada por el burdo antijudaísmo cristiano, teológicamente impulsado. Los judíos fueron acusados de envenenar pozos, difundir la plaga, profanar la hostia y matar a niños cristianos.
Los judíos no fueron las únicas víctimas de la Iglesia, también fueron quemados brujas y herejes. Y después de la Reforma, cristianos comenzaron a matar a hermanos cristianos en las grandes guerras de religión de Europa.
Fue entonces cuando la gente pensante dijo “basta”. Esto llevó al crecimiento de la ciencia, la edad de la razón, la doctrina de la tolerancia y, finalmente, la emancipación de las minorías antes marginadas, incluidos los judíos. Fue la época más iluminada de la historia europea, y fue en ese preciso momento, en París, Berlín y Viena -los centros más sofisticados-, que nació una nueva forma de odio: el antisemitismo racial. Como el virus más mortífero de Occidente ha conocido, éste llevó a seres humanos antes ordinarios y decentes a cometer actos incalificables o permanecer como testigos pasivos ante ellos.
Ése no fue un simple fenómeno. El antisemitismo del siglo XIX no era el burdo antijudaísmo de la Iglesia. Del mismo modo, el nuevo antisemitismo del siglo XXI no es el antisemitismo racista del XIX y el XX.
No está dirigido contra judíos individuales, sino contra los judíos como nación. No se transmite por medios convencionales, sino por las nuevas tecnologías de comunicación -sitios en Internet, correo electrónico, blogs y redes sociales-, que son casi imposibles de vigilar y controlar.
Su más brillante, y también demoníaco, golpe ha sido el adoptar como sus armas más poderosas las mismas defensas creadas contra el viejo antisemitismo. Se acusa a Israel de los cinco pecados capitales posteriores al Holocausto: racismo, apartheid, crímenes de lesa humanidad, limpieza étnica e intento de genocidio (en la foto, manifestación en Barcelona).
Es sutil, sofisticado y devastadoramente eficaz.
Está diseñado para engañar, y funciona. Los israelíes y los judíos estadounidenses lo ven como una amenaza a los judíos europeos, y lo es, pero sólo en forma secundaria. El verdadero objetivo es Israel. Es un ataque a Israel donde éste es más vulnerable: entre las clases formadoras de opinión de Europa. Si Israel es deslegitimado a sus ojos, ello deja solos a los Estados Unidos, y la astuta sentencia de los enemigos de Israel es que los Estados Unidos apoyan a Israel, pero, a la larga, no lo harán en soledad.
Es un juego de ajedrez a más largo plazo y fríamente calculado de lo que la gente advierte. Su objetivo es la destrucción del Estado judío. Para contrarrestarlo se requiere una respuesta judía mundialmente coordinada, más allá de cualquiera que se haya previsto. No es una batalla que pueda ser emprendida sólo por los judíos. Sin aliados, los judíos e Israel perderán.
Ello significa replantear el argumento. El antisemitismo siempre es un síntoma de algo más penetrante, una tensión irresuelta dentro de una cultura que comienza atacando a los judíos, pero nunca se detiene en ellos. No fueron sólo judíos los que murieron a manos de la cristiandad medieval, la Rusia zarista, la Alemania nazi o la Rusia estalinista, fue la libertad misma.
Lo mismo será verdad en el siglo XXI. Aquellos que les niegan su libertad a los judíos o a Israel perderán, o no lograrán ganar, la suya propia.
Fuente: Jerusalem Post

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