Por Julián Schvindlerman
Al contrario de la impresión general establecida, podemos decir que Teherán y Jerusalén han estado dialogando últimamente… aunque de manera poco convencional. Si definimos al diálogo como un intercambio de mensajes, al menos eso ha estado ciertamente sucediendo. Considérese lo siguiente:
En junio de 2008, el vicepremier israelí (ex ministro de Defensa y ex jefe del Estado Mayor Conjunto) Sahul Mofaz dijo al diario Yediot Aaharonot que “si Irán continúa con su programa para conseguir armas nucleares, atacaremos”. Unas semanas más tarde, un gran simulacro de ataque aéreo fue llevado a cabo por la fuerza aérea israelí sobre el Mar Mediterráneo, a unos 1.500 kilómetros de distancia de las costas del Estado israelí. Esa misma distancia aproximadamente –en dirección opuesta– es la que separa a Israel de las plantas nucleares iraníes en Bushehr, Isfahan y Natanz. En el ejercicio participaron más de cien jets F-15 y F-16, aviones bombarderos, aviones de abastecimiento, y helicópteros de rescate.
A comienzos de julio, durante una visita a Kuala Lumpur, el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad afirmó que “no solamente Estados Unidos e Israel, sino cientos otros como ellos no pueden atacar Irán y ellos lo saben… Deben rendirse ante la voluntad de la nación iraní”. Tres días más tarde, Irán lanzó nueve misiles de prueba con un radio de alcance de 2.000 kilómetros, lo que comprendía Israel, el sur de Europa y bases norteamericanas en el Medio Oriente. “Nuestro dedo estará siempre en el gatillo”, aseveró Teherán. En respuesta, Israel presentó su más avanzado avión espía. Un mes después, Irán lanzó un satélite de fabricación doméstica al espacio. Denominado Omid (“Esperanza”), su lanzamiento coincidió con un aniversario del nacimiento del Doceavo Imán, una de las fechas más sagradas del calendario chiita. En la ocasión, el ejército subrayó el simbolismo: “En el aniversario del nacimiento del último Imán de los chiitas, Hazrat Mahdi (Que Dios apresure su Reaparición), ilustrando así el auspicioso nombre del Imán en el espacio”.
En mayo del 2009, unos días después de que Irán ensayara el lanzamiento de un misil balístico de largo alance, Israel efectuó un simulacro nacional de guerra abierta en todos los frentes simultáneos. El mismo mes, Irán emplazó misiles tierra-aire y tierra-mar en el Estrecho de Ormuz y otras áreas del Golfo. Inmediatamente después, la fuerza aérea israelí llevó a cabo un ejercicio de combate aéreo. En junio y julio, Israel envió buques de guerra y uno de sus submarinos nucleares a través del Canal de Suez (con la aprobación egipcia) y el Mar Rojo. Posteriormente, Irán desplazó buques en el Golfo de Adén. Durante este período, oficiales israelíes han expresado –públicamente– gran confianza en la posibilidad de un ataque exitoso contra las instalaciones nucleares iraníes. Israel es “una nación loca liderada por gente loca”, opinó el ministro de Relaciones Exteriores de Irán, Manoucher Mottaki, que no se atreverá a atacar pues “ellos saben qué respuesta vendrá de Irán”. El 11 de febrero, fecha del 31º aniversario de la revolución khomeinista, Ahmadinejad anunció ante cientos de miles de simpatizantes que su país estaba enriqueciendo uranio al 20 por ciento y que Irán “es un Estado nuclear”.
Vientos de guerra
Con el diálogo propuesto y ensayado por Europa durante siete años habiendo terminado en un callejón sin salida, con la reciente oferta diplomática occidental de enriquecer uranio iraní al 19,75 por ciento fuera de Irán rechazada, con el entusiasta acercamiento de la administración Obama igualmente despreciado, y con el prospecto de la adopción de sanciones robustas por parte de la ONU cada vez más lejano (con China y Rusia como miembros permanentes renuentes, y con Brasil y Turquía como miembros no-permanentes similarmente reacios, la adopción de sanciones efectivas, es decir, no simbólicas, luce remota), la opción militar emerge –para Israel principalmente– como una alternativa última, desagradable pero inevitable, si es que la familia de las naciones aspira a detener la ambición nuclear del régimen totalitario persa. Tal escenario sería extremadamente inquietante. Amén del desafío logístico de incursionar en territorio hostil lejano, la reacción iraní anticipada comprendería ofensivas directas con misiles balísticos contra el Estado hebreo y las treinta y tres bases militares estadounidenses en la región, instrucciones a Hamas y Hezbollah de hostigar con Qassams y Katyushas (entre otro arsenal) a la población israelí desde la Franja de Gaza y el Líbano, respectivamente; posiblemente la activación de células terroristas fuera del teatro de operaciones del Medio Oriente, y un bloqueo del Estrecho de Ormuz por donde circula gran parte del petróleo mundial. Una evaluación completa de los riesgos en juego, no obstante, debe también incluir una consideración a las amenazas que el poder nuclear en manos de ayatollahs fanáticos entabla. Teherán ganaría una influencia atroz en la región más estratégica e inestable del globo, dispararía una carrera armamentística nuclear en una zona siempre al borde de una catástrofe militar (árabes, turcos, persas e israelíes en competencia nuclear harían lucir a la Guerra Fría como un juego de niños, en la apta observación de un analista), la tentación iraní de atacar atómicamente a Jerusalén sería estimulada, e ingresaríamos sin retorno a la era del terrorismo nuclear internacional donde ya no un edificio sino una ciudad entera quedarían a merced de terroristas apocalípticos.
Hay quienes creen que si el mundo libre pudo coexistir con Estados atómicos como Pakistán y Corea del Norte, pues podría hacerlo con Irán también. Sin embargo, conforme ha señalado Dore Gold, la nuclearización de Irán tiene implicancias globales y no solamente mesoorientales. La república islámica apoya insurgencias fundamentalistas en Gaza, Líbano, Egipto, Arabia Saudita, Sudán, Irak y Afganistán; tiene ambiciones territoriales sobre Bahrein; está cada vez más involucrada en América latina y en África oriental; y es una nación gobernada por clérigos mesiánicos. Este último punto no debe ser tomado a la ligera. En un discurso dado a comienzos de diciembre pasado en Isfahan (sede de una central nuclear), notado por el académico iraní exiliado Amir Taheri en The Wall Street Journal, Ahmadinejad afirmó que él era un “elegido” por el Imán Oculto (figura mesiánica chiita) cuya misión es expulsar al “infiel” de tierras islámicas y liberar Palestina de los “ocupadores sionistas”. ¿Puede alguien dudar que este hombre y este régimen emplearían con tales fines armamento nuclear?
Cambio de régimen
A pesar de todo lo deprimente que el cuadro de situación pueda lucir, hay una luz al final del túnel. Dado que no es la bomba per se, sino la naturaleza del régimen que la posee lo que representa una amenaza a la paz internacional, un cambio de régimen en Irán alteraría por completo la situación hoy reinante. Intentar modificar la política nuclear del gobierno ayatollah ha probado ser fútil; pero un cambio de régimen podría disipar la tormenta geoestratégica que se avecina, sea porque Irán cruzará el umbral nuclear o porque algún actor internacional militarmente lo impedirá.
La república islámica ha sido un Estado-paria por más de treinta años cuyo recurso a la represión doméstica, la apelación al fervor revolucionario, la retórica antioccidental, la promoción de terrorismo, la exportación de fundamentalismo religioso, un desafiante militarismo y el desarrollo clandestino de tecnología atómica han finalmente generado un consenso global a propósito de su ilegitimidad. Localmente, la situación del régimen es precaria. Si bien hubo esporádicas manifestaciones antiestablishment en 1999 y 2003, la reacción popular surgida durante las elecciones presidenciales fraudulentas de junio de 2009 ha gestado un auténtico movimiento pro-democracia que tiene el potencial de convertirse en la fuerza transformadora de la realidad persa en el mediano plazo. Al momento del anuncio de esa fecha electoral, el Líder Supremo Alí Khameini dijo públicamente al presidente y candidato oficial Ahmadinejad: “Usted puede considerarse en el poder por otros cinco años más”. Alrededor de 475 personas se postularon al cargo de presidente en las pasadas elecciones, pero solamente cuatro (!) fueron aprobadas por el Consejo Guardián, garante de los valores de la revolución khomeinista. Los cuatro no censurados tenían todos ellos impecables credenciales islamistas. Primeramente estaba el presidente Mahmoud Ahmadinejad, quien resultó triunfador. También Mohsen Rezaie, ex comandante de las Guardias Revolucionarias sujeto a una orden de arresto emitida por el gobierno argentino por su vinculación con el atentado contra la AMIA. Otro era Mahdi Karroubi, ex vocero del Parlamento muy cercano a Khomeini y Khameini. Finalmente, Mir Hossein Musavi, quien fue primer ministro en tiempos del ayatollah Khomeini, fue quien más apoyo popular cosechó entre las masas insatisfechas. Al ungir a Ahmadinejad en la presidencia, el establishment clerical ratificó la continuidad de las políticas confrontativas del gobierno. Durante el sufragio no hubo una comisión electoral independiente que supervisara los votos, ni observadores que verificaran los resultados. El conteo final de millones de votos fue anunciado al poco tiempo de la clausura del sufragio. Ahmadinejad cosechó más votos que cualquier otro candidato en la historia iraní, ganó en todas las provincias y en todos los estratos sociales. Sus oponentes perdieron incluso en sus ciudades natales, una humillación atípica aun bajo los estándares electorales de Irán.
Consternados, millones de iraníes colmaron las calles de Teherán y otras ciudades exigiendo transparencia. Sus actos de desobediencia civil fueron severamente reprimidos por las autoridades que, carentes de todo vestigio de legitimidad, sustentaron su supervivencia en la fuerza bruta de las Guardias Revolucionarias y las Milicias Basij. Cientos de activistas fueron arrestados, otros cientos forzados al exilio y docenas de ellos fueron asesinados. Varios fueron condenados a muerte y ejecutados, en digno tributo al segundo lugar (después de China) que ocupa Irán en el ranking mundial de ejecuciones anuales.
Aún así, el repudio antioficial persistió y desde entonces los demócratas iraníes han usado celebraciones nacionales para salir a las calles a expresar su sentir. El 18 de septiembre, Día de Jerusalén, tradicionalmente empleado como un festival antiisraelí, entre los slogans proclamados figuraban “¡Olvídense de Palestina! ¡Piensen en Irán!” y “¡Ni Hamas ni Hezbollah! ¡Yo doy mi vida por Irán!”. El 4 de noviembre, conmemoración de la toma de la embajada norteamericana en Teherán en 1979, la oposición hizo de Rusia, no de USA, el foco de su disgusto: “¡La embajada rusa es un nido de espías!”. A mediados de diciembre falleció el ayatollah Alí Hossein Montazeri, un fuerte crítico de las autoridades. Inicialmente asistió a la consolidación de la revolución khomeinista pero luego de que criticara la brutalidad del régimen fue puesto en arresto domiciliario en Qom, asiento del clero chiita. Su funeral sirvió de una nueva oportunidad para manifestaciones contra el oficialismo. El festival del Ashura el 27 del mismo mes, el cual recuerda la muerte de una de las figuras islámicas más reverenciadas, convocó a cientos de miles de manifestantes que gritaron consignas contra el gobierno y compararon el martirio del prócer religioso con las muertes de los opositores a Ahmadinejad. A juzgar por los slogans publicitados, resulta claro que las protestas populares ya no están meramente orientadas al fraude electoral sino contra el régimen en sí mismo: “¡Muerte al dictador!”, “¡Libertad ahora!” y “Abandonen el enriquecimiento de Uranio. ¡Hagan algo por los pobres!”. El más elocuente quizás haya sido aquel que clamó “¡República iraní, no república islámica!”. El 11 de febrero, aniversario de la revolución, las autoridades movilizaron a cientos de miles de simpatizantes y posicionaron policías para reprimir las manifestaciones planeadas por los opositores. Según informó el experto Michael Ledeen en National Review, gente fue llevada de zonas rurales a los centros urbanos con una paga de U$S 80 por día para golpear a los manifestantes opositores.
En una población de 75 millones, el 70% de los iraníes tiene menos de treinta años de edad y 22 millones navegan por Internet. Apenas sorprende que el régimen haya limitado el acceso online, el servicio de mensajería de texto por celular y sitios de chateo, en un intento de obstruir el poder de organización y convocatoria de los demócratas. A la prensa extranjera se le prohibió cubrir las manifestaciones opositoras. A partir de las protestas de diciembre último, el gobierno ayatollah comenzó a acusar a los opositores de cometer crímenes religiosos, es decir, de ofender a Alá e insultar al difunto Khomeini; son considerados “mohareb” (guerreros contra Dios y su Profeta) cuyo castigo es la pena capital.
La represión ha estimulado más todavía a la oposición cuya naturaleza descentralizada facilita su supervivencia, pero la ausencia de un liderazgo carismático entorpece su continuidad. Luego de meses de protestas, represiones, falsos juicios y choques, la pregunta crucial aquí es la que ha formulado Benjamín Joffe-Walt de Media Line: ¿está Irán presenciando el comienzo de una revolución o el final de una revuelta fallida?
Conclusión
Georg Wilhelm Friedrich Hegel escribió: “Las grandes revoluciones que nos toman por sorpresa deben haber estado precedidas por una revolución tranquila y secreta en el espíritu de la era (Zeitgeist), una revolución no visible a cada ojo, especialmente imperceptible a los contemporáneos, y tan difícil de discernir como de describir en palabras. Es la falta de familiaridad con esta revolución espiritual lo que hace de los cambios resultantes algo sorprendente”.
Irán está atravesando uno de esos raros momentos históricos en los que un importante punto de inflexión política, social y cultural puede vislumbrarse en el horizonte nacional. El año 2010 emerge como un año crítico en el cual o bien Teherán obtendrá su ansiado poder nuclear o bien Jerusalén destruirá militarmente esa aspiración iraní. A estos dos escenarios preocupantes se agrega un tercero, deseable y posible, consistente en un cambio de régimen de modo idealmente pacífico. Los demócratas iraníes desesperadamente necesitan de apoyo internacional, tal como todos aquellos que en el pasado han luchado contra dictaduras han necesitado la aprobación moral extranjera a su causa. Hasta el momento el mundo libre ha titubeado, y la administración Obama –de la que más anhelan oír palabras de aliento los disidentes iraníes– no ha brindado más que un tibio apoyo a esta significativa revuelta democrática en la nación que actualmente más ofende a la conciencia pública mundial. La prudencia de Washington no evitó que las autoridades iraníes la acusaran de todas formas de injerencia en sus asuntos internos, tal como montaron protestas estudiantiles frente a las embajadas de Francia, Italia y Gran Bretaña al grito de “muerte a los hipócritas”. Uno de los slogans más famosos del movimiento pro-democracia en Irán estaba dirigido no a los ayatollahs, sino al presidente estadounidense: “¿Obama, estás con nosotros o con ellos?”. Esta es una pregunta desgarradora cuya respuesta no puede ser demorada. Por el bien del futuro de Irán, de la democracia y de la estabilidad global, esperemos que la Casa Blanca y el resto de Occidente den la respuesta acertada.