Por Juan Nuño
La cuestión judía, en tanto tema de análisis, es un invento de aquellos post-hegelianos, refutadores a ultranza del cristianismo. La crítica de la religión llevó al descubrimiento de uno de los productos típicos del mundo cristiano, el llamado desde entonces "problema judío". Los ardorosos confutadores del cristianismo cometieron el error de concentrar sus fuegos críticos en el mecanismo (bien es verdad que recién descubierto) de la alienación religiosa, sin ver que ésta es el efecto de un distanciamiento mucho más radical. Es una lección conocida: Marx rectificó el tiro a fin de que la crítica de la religión fuera consecuencia de otra más profunda, la crítica de las relaciones de producción. Se podría parodiar el catecismo kantiano: si bien todo nuestro conocimiento (de lo social) comienza con la crítica religiosa, no todo se deriva de ella. Que el substrato siga siendo socioeconómico no impide que los síntomas asuman formas religiosas. Similar proceso opera el inconsciente: los sueños vienen a ser la manifestación ideológica (adornada, disfrazada: falsa) de las tendencias reprimidas. Por lo mismo: para llegar al fondo de esas represiones, es menester analizar, criticar los sueños, sus productos finales. Porque el marxismo y el psicoanálisis tienen en común el principio metodológico de una hermenéutica de profundidades, que reúne a ambas doctrinas en la categoría de abismales. Y en el marxismo, la crítica de la religión sigue siendo la puerta abierta para descender a los niveles explicativos más subterráneos.
Ante un fenómeno esencialmente religioso como el antisemitismo, se impone comenzar por el principio ideológico, pues la "absurda conciencia del mundo" que es todo hecho religioso descansa en un "mundo absurdo" al mismo tiempo que lo oculta. Sin aquella puerta de entrada, se corre el riesgo de permanecer siempre en una indescifrable superficie.
Desde su aparición misma en el escenario de la historia de las ideas, acuñada por Bruno Bauer (aquel terrible "crítico de todo que nunca hizo nada"), la cuestión judía sufrió un proceso de objetivación. Se convirtió en el centro del análisis. Como si realmente existiera tal cuestión y estuviera clamando por su resolución. Por lo general, tales recursos de objetivación (en ocasiones, auténticas hipóstasis) de una relación secundaria son muy útiles para esconder causas primeras. Al hablar, por ejemplo, del problema del subdesarrollo, desaparece el fenómeno de la explotación que lo sustenta y explica. Insistir exclusivamente en la cuestión o problema negro sirve para escamotear el racismo que la origina. La cuestión judía es efecto de una causa de raíz y sentido religioso: el antisemitismo. A lo que tiende el ideólogo (el disfrazador) del problema es a invertir la relación: hay antisemitismo porque existe un problema judío. Solución: atáquese el problema para que cese su odioso efecto. Como en otra célebre inversión, también aquí conviene poner esa relación dialéctica con los pies en la tierra, que es religiosa. Hay un problema judío porque hay antisemitismo, que lo originó y continuamente lo sigue recreando. No se trata únicamente de un preciosismo metodológico ni de un fetichismo estético de las posiciones de cabeza y pies. Aceptar que la plataforma del antisemitismo es una supuesta y mítica entidad denominada "cuestión judía" implica conclusiones que todo "buen amigo" de los judíos no ha dejado de sacar siempre que se le ha presentado la ocasión. Por ejemplo: que dejen los judíos de serlo y desaparecerá el antisemitismo. Es el inteligente razonamiento que propone el suicidio como infalible remedio para el dolor de cabeza. O más rebuscadamente: son los propios judíos, se dirá perspicazmente, quienes con su terca manía de querer ser judíos provocan el antisemitismo. En cualquier caso, el antisemitismo queda siempre justificado a posteriori , pues si hay judíos es "natural" que haya antisemitas. De esta forma, los judíos se acercan (otra vez) irónicamente a la supuesta figura de Cristo: cargan con los pecados del mundo. Sólo que por más tiempo. No son únicamente víctimas: también son los creadores y responsables de cuanto antisemitismo haya habido o pueda haber. De ahí el peligro que encierra toda referencia a una cuestión judía. Supone de alguna manera la existencia previa de una situación al menos potencialmente conflictiva. Quienes el pasado siglo lanzaron el término al mercado de las ideas partieron de la crítica religiosa. Era algo inevitable: en la medida en que se revisen los resortes mistificadores característicos de la religión cristiana, surgirá siempre el problema judío. Es el espectro más antiguo y abrumador que arrastra "la miseria del cristianismo". El error de los post-hegelianos estuvo en separar dicho problema del contexto religioso que lo genera y mantiene. De alguna forma, ese error vuelve a ser repetido por Marx. En lugar de reintegrarlo al cuadro de referencias propias (religión cristiana, eminentemente persecutoria), intenta hacer el análisis directo socio-económico del fenómeno religioso y cultural judío. Equivocado. Ello significa considerar real una abstracción, por querer huir de un fenómeno de represión religiosa y empeñarse en plantearlo en términos forzadamente económicos. Se repite el cuadro de inversiones: si los judíos han sido perseguidos tanto tiempo, se sobreentiende, la razón está en su condición de pueblo-clase: aun antes del advenimiento del capitalismo, eran capitalistas.
De esta manera, el marxismo, desde Marx nada menos, se ha sentido obligado a crear una excepción en la historia, a abrir un hueco en su propia tela, a hablar de clases suprahistóricas, eternas, permanentes, con tal de no desafiar el poder de Roma y admitir que, en el caso judío, la dialéctica de la persecución tiene una base ideológica: el antisemitismo religioso creado, refinado e inyectado en el cuerpo de Occidente por la religión cristiana. Los primeros guardianes del dogma son los marxistas, que prefieren desequilibrar su doctrina antes que enfrentarse a la conciencia religiosa. Quien padece (además de los perseguidos, por supuesto) es la verdad histórica. Privado del soporte religioso que lo creara (cristianismo), el problema judío carece de dimensión y aun de sentido histórico en tanto tal problema. Es el antisemitismo, ese fenómeno esencialmente cristiano, quien ha producido el conjunto de deformaciones que alimenta ese malestar, irritante para unos, insoportable para otros, llamado genéricamente cuestión judía. La objetivación practicada es, ante todo, una forma de destacarlo artificialmente, como si fuera en verdad un problema propio del pueblo judío, creado y sufrido por éste (tesis post-hegeliana y de Marx), pero resulta ser también un expediente para tranquilizar la mala conciencia cristiana. Pues esa forzada separación garantiza la prescripción de la pena, cuando no algo mejor: la pérdida de responsabilidad histórica. Semejante tendencia cristianooccidental a desentenderse, cada vez más abiertamente, de una carga que le es propia se ha visto reforzada, paradójicamente, por dos ideologías nominalmente nocristianas: marxismo y sionismo.
El error de tratamiento de Marx, unido a la actual fosilización escolástica del marxismo, ha servido para corroborar la posición elusiva del cristianismo, empeñado en que exista un problema judío específico, independiente del desarrollo religioso cristiano. El marxismo olvidó así la dialéctica y adoptó un enfoque de tipo analítico, atomista, en la crítica del fenómeno religioso judío y del problema del antisemitismo. De paso, ha liberado al cristianismo de la hipoteca del problema bien real de la intolerancia, tan propiamente suyo. Por lo demás, insistir en la persistencia y autonomía de un problema judío es tanto como fetichizar a un grupo social. El llamado problema judío no es de condición distinta a la del supuesto problema del Estado, en tanto institución opresiva clasista. En tanto problemas, son derivados: ambos son consecuencia de una situación social coercitiva. La sociedad de clases forma el Estado, al que finalmente deifica la burguesía en tanto clase con mayor conciencia y empeño de perpetuación. La sociedad cristiana, por su parte, segrega antisemitismo, al que la burguesía antirreligiosa deifica, elevándolo al rango de problema autónomo, separado de la estructura religiosa que lo ha producido. Al obrar así, lo escamotea: se habla del problema judío como si fuera una especie de enfermedad misteriosa que aqueja al conglomerado de cultura hebrea; con ello, se ha dejado de mencionar la auténtica lacra social: el antisemitismo cristiano, que, si provoca el problema, es sólo en tanto reacción a la discriminación ejercida. Por su parte, el marxismo lo que ha hecho ha sido reforzar esa tendencia al delimitar el problema judío, olvidando las raíces religiosas, con lo que aquél se presenta como perteneciendo a quienes lo padecen.
Lo más curioso, no obstante, es que semejante inercia del tratamiento fetichista ha llegado a afectar a los propios interesados. El sionismo, en tal sentido, no es otra cosa sino la aceptación pasiva y resignada de la tesis cristiano-marxista sobre la autenticidad y especificidad de un problema judío. Al aceptarlo en tanto problema, el judío sionista propone una solución partiendo del supuesto de la realidad problemática en que el cristianismo lo ha encerrado. No cuestionar esa realidad y, especialmente, no indagar por el auténtico responsable, a quien debería corresponderle buscar solución, equivale a intentar el escape tangencial, con el argumento (bien es verdad que rabínico) de, si no yo, quién, pero tras la ciega aceptación de la culpa de otros. Se procede a crear una salida, a veces desesperada, en lugar de tratar de conseguir la eliminación del problema devolviéndolo a su sitio de origen, endosándolo a su autor. Buscar una solución (la que fuere) desde el lado judío, pero sin atacar la base religiosa del problema, puede servir de paliativo más o menos duradero, pero desde el momento en que se aceptan marcos de referencia ajenos, reglas impuestas por otros, conciencia de problema injertada en el judío por el cristiano, eso de proponer arreglos judíos es jugar el juego del otro, quien, tras haber creado la situación conflictiva e insostenible, se sienta a esperar que las víctimas acomoden su propio desmán de agresor y, de paso, carguen si es posible con todas las culpas. No es de extrañar tampoco que, siendo el problema expresión típica de la represiva civilización cristiana, cualquier solución judía que comience por aceptar resignadamente, acríticamente, un problema ajeno puesto en cabeza propia, venga encuadrada en un contexto inevitablemente cristiano.
Por escandaloso que parezca, visto así, el sionismo no deja de ser la respuesta cristianizante y autodestructiva del judaísmo al muy cristiano problema de la entidad judía en Occidente. Cristianizante, pues habiendo comenzado por aceptar el planteamiento, era de esperar que se coincidiera en el enfoque resolutorio. Lo que el sionismo ofrece es una adaptación al modo gentil, a partir de un razonamiento tácito que, descarnado, viene a decir: reconocemos nuestra culpa en ser como somos (aceptación del problema ajeno), pero vamos a dejar de ser como somos, tratando de asemejarnos a quienes molestamos para así dejar de molestar.
Autodestructiva también, ya que, además de hacer propósito de enmienda (¿hay algo más cristiano?) en beneficio del otro, lo que se intenta en la práctica es la tarea de Penélope, aplicada a todo un pueblo: destejer gran parte del cañamazo de su propia historia para reencontrarse en un momento ideal de seguridad bíblica. En ese viaje hacia atrás para escapar adelante del problema cristiano, propuesto por el sionismo, siempre subsistirá un fondo de conciencia culpable. Esa es la victoria del cristianismo inserta en el corazón del sionismo. El programa sionista propone volver a comenzar la película de la historia del pueblo judío en aquel preciso punto en que su desarrollo ha molestado al resto del mundo. Es algo más bien absurdo: ante un dios que no es el suyo (el reproche cristiano), se ofrece el sacrificio de toda una forma histórico-cultural. Lo de menos es el resultado práctico que se obtenga de momento. Lo doctrinariamente incongruente en toda esta historia de equívocos es que el sionismo le esté pidiendo al cristianismo una segunda oportunidad a fin de probar que no es cierto lo que se dice de los judíos. El sionismo es la prueba de que el pueblo judío ha caído en la más sutil de las trampas históricas tendidas por la civilización cristiana: ha picado el anzuelo del "problema judío".
Fuente: Juan Nuño, Escritos judíos (bid&co/Espacio Anna Frank/CAIV, Caracas, 2012. (Originalmente publicado en Sionismo, marxismo, antisemitismo. La cuestión judía revisitada. Monte Ávila, Caracas, 1987).