Por Paulina Gamus
Sucedió en 1970, yo acababa de abandonar un mundo de ingratas realidades en el que había estado inmersa durante nueve años y ahora pretendía desempeñarme en el de las ideas, mejor dicho, de algunas ideas. Porque, aclaremos, todavía en 1970 las ideologías tenían vigencia y era no solo posible sino gratificante debatirlas. Casi una década de exclusiva dedicación a niños y jóvenes descarriados, padres maltratadores, pederastas y los drogadictos naive de entonces apenas consumidores de marihuana, para saltar como en garrocha al ámbito de una confrontación ideológica que se daba con una sensación de miedo flotando en el ambiente. El miedo a la repetición de un capítulo de la historia cerrado apenas veinticinco años atrás.
En otras palabras: había estado casi una década al frente de una sección de menores de la Policía Judicial donde, a pesar de que para entonces era una joven de 33 años, habría enmohecido hasta jubilarme si la retaliación política no se hubiese empeñado en mi salida. Después de dos gobiernos adecos le tocaba a Copei gobernar y había adversarios imperdonables, verbigracia. Ahora me tocaba inaugurar una recién creada oficina con el pomposo nombre de Derechos Humanos cuyos fines eran esclarecer informar, explicar la posición de Israel en el Medio Oriente sometida a una descarga permanente de propaganda antisemita que, con el eufemismo de antisionista, difundían las embajadas de la Unión Soviética y repetían los partidos comunistas de todo el mundo. La cosa no se veía fácil: la intelectualidad venezolana era en su gran mayoría de izquierda y la izquierda -estalinista o no- se sentía obligada a ser crítica cuando no enemiga declarada del Estado de Israel y del llamado sionismo internacional, sucedáneo del “judaísmo internacional” de Henry Ford, de “La Francia Judía” de Eduard Drumont y de “Los Protocolos de los Sabios de Sion” de factura ruso zarista . Y esa intelectualidad era la que tenía mayor influencia en la primera universidad del país y presencia más destacada en los medios de comunicación.
No recuerdo quién ni cómo me habló de Juan Nuño, un prestigioso profesor de filosofía, español de origen y ex marxista, que combatía entre muchas de las lacras del comunismo soviético, su virulento antisemitismo. Lo llamé por teléfono, lo invite a visitarme en mi muy poco concurrida oficina de Altamira y una mañana llegó un hombre de mediana edad, estatura más bien baja, delgado, con lentes y con una barba oscura en la que apenas asomaban algunas canas. Vestía con corrección europea y hablaba con un acento español que no lo abandonó a pesar de su venezolanidad adquirida y llevada con el orgullo que sólo su ironía (que aún me faltaba conocer) lograba disimular. Los nacionalismos eran algo de lo que sabía huir como si se tratara de alguna epidemia. Jamás le pregunté qué pensó cuando se encontró con aquella joven bastante desvalida en términos de ideología marxista y mucho más de conocimientos filosóficos. Por mi parte sentí el respeto, que se fue haciendo reverencial, de un alumno por el maestro que lo sabe todo y lo sabe bien.
Me ayudó a entender las razones históricas del antisemitismo soviético y porque una de las razones para apartarse de la devoción marxista de su juventud y de sus primeros escritos, fue la incapacidad del comunismo estalinista para deslastrarse del antisemitismo militante de la era zarista, aparte de todas las purgas y crímenes que cometió. Esa renuncia le costó y costaba el ataque permanente de los comunistas que lo consideraban un traidor a la causa, revisionista y comprado por el capitalismo por supuesto que sionista. Me hizo leer a Sartre quien hacía denuncias similares pero corría con la suerte de ser francés y de vivir en su país natal donde gozaba del respeto al intelecto y al prestigio consolidado.
El primer reto de mi recién asumida responsabilidad era crear un comité venezolano que asumiera la defensa de los judíos de la URSS. Bajo el lema ¡Dejad salir a mi pueblo! -el mismo que Moisés utilizó ante el Faraón- se había conformado un movimiento internacional para exigir al gobierno soviético que permitiera la emigración a Israel de los judíos que lo desearan. Los refusenik, aquellos que sufrían la denegación de sus peticiones, padecían toda suerte de discriminaciones y vejámenes. Juan Nuño aceptó ser el primero del Comité y con su consejo y ayuda se fueron agregando nombres de venezolanos destacados en distintas áreas. Esos comités existían ya en México, Costa Rica, Argentina, Uruguay, y Colombia. A esos países viajamos y Juan fue siempre el primus inter pares, el más destacado de los venezolanos al que intelectuales de esos países oían con respeto y admiración. Gracias al Comité y a esas reuniones latinoamericanas compartimos con Alejandro Rossi Guerrero, amigo entrañable de Nuño. En la casa de Alejandro, en Ciudad de México, salieron a flote no sólo su encanto personal y su magnífico sentido del humor, sino su amor por lo que había de venezolano en su gentilicio. En su tocadiscos sonaba como nunca el Concierto en la Llanura con el arpa magistral de Juan Vicente Torrealba. También en México y luego en nuevos encuentros en Buenos Aires y Montevideo, el poeta Andrés Henestrosa tan amado por sus compatriotas mexicanos, nos asombraba hablando en zapoteco con su esposa y contándonos del México profundo y tan desconocido, de ese que nunca apareció en las películas que tanto disfruté en los 40 y 50. Y también de esa picardía que envolvió la política mexicana durante la prolongada hegemonía del PRI. Y gracias al Comité y a la compañía de Juan, conocí a Julio María Sanguinetti cuando estaba muy lejano su arribo a la presidencia de Uruguay. Y en Bogotá a Belisario Betancur, también sin presidencia en el panorama inmediato. Y de igual manera a Luis Alberto Monge y a Rodrigo Carazo Odio, en Costa Rica. Nuño solía bromear con esa suerte de predestinación presidencial de los luchadores por los derechos humanos de los judíos de la URSS, sólo él no corría en esa carrera por no ser venezolano de nacimiento.
En enero de 1971 se funda el Movimiento al Socialismo como un desprendimiento del sector autocrítico y por tanto no estalinista del Partido Comunista de Venezuela. La escisión tuvo sus antecedentes en la denuncia que hizo Teodoro Petkoff de la invasión soviética a Praga, en su libro “Checoslovaquia, el socialismo como problema” (1969). Y en ese mismo año 1971 se estrena en Venezuela “La Confesión”, la película de Costa Gavras basada en la novela del mismo nombre de Artur London. Tuvimos entonces la idea de organizar un Foro en el Ateneo de Caracas en el que Juan Nuño, sin duda el más admirado y también mas atacado crítico del comunismo soviético, y Teodoro Petkoff que era el político de moda, rodeado del sexappeal de la disidencia, hicieran el análisis de la película que protagonizó Ives Montand. El hecho concernía a la Oficina de Derechos Humanos de la comunidad judía venezolana, porque once de los catorce dirigentes del partido comunista checo, enjuiciados y obligados a confesar en los juicios de Praga, eran judíos, incluido Rudolf Slansky secretario general del partido. Sin el menor asomo de vergüenza el instructor Smola le había gritado al ex ministro Artur London, uno de los acusados: “No todo lo que hizo Hitler fue bueno pero destruir a los judíos fue una cosa buena y lo que él no terminó lo acabaremos nosotros”. Esos juicios de Praga pertenecían a la misma saga del proceso a los “conspiradores de las batas blancas” en su mayoría judíos, que se llevaba a cabo en Moscú. Entonces Nuño consideró que yo debía ser la tercera ponente en el foro. Traté como pude de librarme de esa responsabilidad ¿cómo podía yo sentarme en una misma mesa y en igualdad de condiciones con dos expertos en la teoría marxista que, por distintas razones y en diferentes tiempos, habían se habían zafado de la camisa de fuerza del dogmatismo? Ante la insistencia de Juan escribí lo que debía decir y lo leí temblorosa mientras Nuño lucía no solo su talento y su cultura prodigiosa sino su verbo que podía aniquilar en segundos a cualquier contrincante. En cuanto a Teodoro Petkoff su sola presencia era además de su oratoria, garantía de un lleno total en la sala. Ambos habían abjurado del dogma marxista pero Petkoff conservaba su posición crítica del sionismo a pesar de que ese fue el término que acuñó la Unión Soviética para continuar practicando el antisemitismo secular. Más allá de los acuerdos y desacuerdos, simpatías o antipatías, aquellos eran tiempos en que se debatían ideas, las ideologías aún eran importantes y parecían diferenciar las posiciones políticas. Ser acciondemocratista no era lo mismo que ser socialcristiano y menos aún socialista de izquierda o marxista leninista.
De Nuño aprendí a distinguir lo que era buen cine, a los grandes actores y directores, Woody Allen el primero. Y alguna música que yo no había intentado apreciar como la de Mahler, su compositor predilecto. Admiré siempre su manejo de la ironía y su sentido del humor muchas veces oculto tras una expresión adusta que su barba y sus lentes potenciaban. No era una persona fácil, creo que fue en realidad un hombre tímido que se hizo una coraza de sarcasmo para protegerse. Cuando renuncié a la Oficina de Derechos Humanos, cuatro años después, ya no nos veíamos con tanta frecuencia pero sus artículos de prensa en El Nacional, un bisturí con el que hacía la disección de la vida venezolana con sus grandezas y miserias, me mantenían cercana a su inteligencia y a sus enseñanzas.
Me he preguntado muchas veces en estos últimos trece años de infortunio y ante cada asalto a la cordura y a la decencia, qué habría dicho Nuño, qué habría escrito, cómo y de qué manera habría pulverizado con su uso magistral de la palabra a esos que vinieron de los submundos del fanatismo estalinista para sembrar odios diversos, y racismos ancestrales. Entre estos los mismos de los procesos de las Batas Blancas en Moscú y los de La Confesión de Artur London, en Praga. En 1990 Nuño escribió un ensayo sobre la evolución del pensamiento en Venezuela desde la época de Gómez hasta esa fecha. Decía lo siguiente: “Por muchas críticas que se le puedan hacer a la actividad intelectual universitaria, enfrentándola en ocasiones a otra, más abierta y participativa, más divulgativa y general, hay que reconocer que el pensamiento filosófico venezolano existe y es creador. Con independencia de la mucha y variada obra que las sucesivas generaciones de profesionales han aportado al índice editorial en los últimos cuarenta años largos, hay una obra que se destaca y sirve de epítome de todo el intenso y fecundo trabajo de este período: la monumental traducción de las Obras Completas de Platón, efectuada por García Bacca y editada en Venezuela. Desde el siglo pasado no se hacía una cosa semejante: que un solo investigador acometa y lleve a feliz término la ardua empresa de verter toda la ingente obra de un pensador como Platón. Pero si el ejemplo citado es la mejor muestra del pensamiento creador filosófico en su dimensión académica, conviene no olvidar que la expresión intelectual de un país no se limita a los muros universitarios. Los ensayistas, los politólogos, los nuevos historiadores comienzan a aportar los materiales que determinarán la continuidad del pensamiento de la Venezuela del futuro”. Parecieran palabras premonitorias porque en estos trece años en que el oficialismo ha decretado el pensamiento único y ha pretendido reescribir la historia venezolana, los ensayistas, politólogos e historiadores han podido levantar un muro de contención a tanta miseria intelectual. Y cuanta y que magnífica y enriquecedora habría sido la contribución de Juan Nuño a esa lucha por el derecho de cada quien a pensar y a ser diferente.