Por Gustavo Arnstein
En ocasión del homenaje a Juan Nuño en la Fraternidad Hebrea B´nai B´rith de Venezuela (16-10-2012).
Hay seres que llegan a uno para no irse jamás. Tal el caso de Juan Nuño, que, diecisiete años después de su irreparable desaparición física, está más cerca y vivo que nunca en nuestro fuero interno. Es la hendidura afectiva que dejan indeleblemente aquellos semejantes que impactan con las virtudes de su humanidad y cuya conducta existencial e intelectual dejan mella definitiva en quienes, por una razón u otra, se ven inmersos en su campo gravitatorio de acción.
Y es que Juan Nuño no pasó por la vida ni de incógnito ni de soslayo. Que es como decir que nunca pretendió pasar innotado con su cabalgadura vivencial: cuando tenía que proceder o afirmar algo, lo hacía con nitidez, galanura y reciedumbre, todo a una vez. No en vano estudió filosofía, recodo en el cual convergen el ansia de saber y la curiosidad, que es como potenciar la búsqueda de ese saber: después de abrevar en las fuentes originarias de la cultura occidental, esto es, Sócrates, Platón y Aristóteles y, sobre todo, cuando se posee una inteligencia prodigiosa y avizora, como era su caso, la pesquisa por atrapar esa verdad tiene muchos visos de llegar a buen término, como quien encuentra –tras descifrar las clave del mapa– el tesoro perdido.
Tuvimos pues la fortuna, reencuentro entre el azar y la suerte, de toparnos en el camino de nuestra vida –en la taberna donde liban sus sueños y su sed los estudiantes de la mesa redonda, para decirlo con las palabras de Germán Arciniegas– con Juan Nuño. Comenzó desde ese momento una amistad perdurable, sustentada por igual en el afecto mutuo y en el amor incondicional al prójimo. Fue entonces cuando nos percatamos de cuánto resquemor le producían la intolerancia y la discriminación, en cualquiera de sus manifestaciones. Para él la tropelía mayor que podía cometerse contra un ser humano, haciendo caso omiso de las circunstancias que intentaran justificarla, era que se le rechazara o se le minusvalorara, esto es, cuando se le trata como si su intrínseca vivencialidad estuviera por debajo de la hominidad (nos viene a la mente la imagen del regente nazi del campo de concentración de Cracovia, ebrio, que se abalanza sobre la joven judía a la que retiene en su aposento, contra su voluntad silenciada, y le dice con voz estropada y gangosa: “Te quiero tanto que casi te considero una persona”).
La kehilá descubrió a Juan Nuño cuando se incorporó activamente al Comité Permanente en Pro de la Minoría Judía en la Unión Soviética, a comienzos de los años 70. Diríamos más: su fustigante y lúcida palabra de inmediato sobresalió y fue presencia obligante en todos los foros que llevó a cabo dicho comité, tanto en el seno de la judería latinoamericana como en el continente mismo. Fruto de ese esfuerzo militante y reflexivo son dos obras que, a la distancia del tiempo, ahora que ya no existe la Unión Soviética, siguen teniendo vigencia ética y conceptual. Nos referimos a El marxismo y la cuestión judía (1972) y El marxismo y las nacionalidades (1972). ¡Cómo nos hace falta hoy un Nuño que hable con esa frontalidad y esa verticalidad sobre la genocida estrategia de los hombres, mujeres y hasta niños-bomba, aleccionados pavlovianamente desde la más temprana edad para comportarse de esa manera, con que los palestinos le están diciendo a la ciudadanía israelí que su propósito inequívoco es exterminarla!
Por eso viene muy a cuento, en el momento más propicio, la concesión del Premio Moisés Sananes 2002 a Juan Nuño: se le otorga a él, a su memoria y su propia heredad, para dejar constancia de que no vemos en el horizonte hombres como Nuño que enfrenten con transparencia moral, poniendo por delante su dignidad y su testosterona, los difíciles momentos que atraviesa la humanidad: desde los embates exterminadores del terrorismo internacional hasta la incertidumbre, no exenta de cobardía, con que el mundo asume el delicado conflicto del Medio Oriente. Hacen falta Nuños para combatir el estalinismo de nuevo cuño de Saramago y Juan Gelman. Hacen falta Nuños para contrarrestar los discursos acomodaticios y esquivos, dicho sea con todo respeto a sus méritos intelectuales, de Mario Vargas Llosa y Tomás Eloy Martínez y de todos aquellos que saben –que es lo que cuenta al final del trayecto– que Israel es la única Pica en Flandes de la civilización y la cultura en el Medio Oriente y, a sabiendas de ellos, le hacen carantoñas a los bárbaros de la región.
Muy pertinente, entonces la aparición, hoy y aquí, bajo los auspicios de CAIV, B´nai B´rith de Venezuela y el Espacio Anna Frank de “Escritos Judíos”, contentivo de escritos de Nuño sobre la cuestión judía. Como los grandes toreros, en sus páginas Nuño se enfrenta vis a vis con el fiero cuadrúpedo pnoseológico y, ejecutando una gran faena en el centro del coso, lo deja embobado y exhausto a sus pies. En nuestro foro interno, estentóreamente, exclamamos:
-¡Bravo Maestro!
En la arena de la plaza virtual, inerme, yace, acusado con las banderillas filosas y agudas del certero pensamiento de Nuño, el vil bovino metafísico que, impenitente y con la mirada inyectada de odio, iba tras el chivo expiatorio de siempre, en cobarde acechanza, digna de mejor causa y sin brújula moral que guie sus pasos extraviados en el proceloso mar existencial en el que ocurre el quehacer del homo sapiens.