Por Rebeca Perli
En agosto de 2005, treinta mil soldados israelíes entraron en Gaza con un propósito definido: cumplir con la decisión unilateral, por parte del gobierno de Israel, de desocupar la Franja de presencia civil judía. Veintiún asentamientos fueron desmantelados y 8.000 ciudadanos israelíes desalojados, mientras sus viviendas y sinagogas eran derribadas en un esfuerzo de Israel por avanzar en las conversaciones de paz. Los soldados israelíes, expulsaron, a menudo por la fuerza, a los correligionarios que se resistían a abandonar el lugar.
Al año siguiente Hamas ganó las elecciones en Gaza lo que originó una seria fricción, y hasta enfrentamientos armados, con Al Fatah, culminando con la expulsión de esa fracción de la ANP la cual, liderada por Mahmud Abbas, pasó a controlar Cisjordania, con la que Israel mantiene una relación, no idílica, pero sí tolerable.
En Gaza, en cambio, los continuos disparos de cohetes en 2008 dieron lugar a la operación Plomo Fundido con la que se logró controlar la situación hasta el año actual, cuando los proyectiles continuaron acosando a la población civil israelí. El propio Hamas reconoció el lanzamiento de 1.573 cohetes que no son precisamente luces de bengala sino armas mortíferas dirigidas a centros poblados israelíes con la intención de destruirlos, lo cual se hubiera logrado de no haber sido por el afán del Estado judío de proteger a su población construyendo refugios (un millón de ciudadanos se movilizan cada vez que suena la sirena) y por el desarrollo de armamento antimisil para interceptar los cohetes. Al hacerse la situación insostenible Israel lanzó la operación Pilar Defensivo con sus conocidas consecuencias y un esperanzador, al menos de momento, cese al fuego.