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Por Natan Lerner
La visita del papa Benedicto XVI a la sinagoga de Roma constituyó un evento de alta significación internacional, como lo pone de relieve el interés periodístico que la acompañó. Es la segunda vez que un Sumo Pontífice honra con su presencia el templo de la capital italiana, 24 años después de la primera visita, efectuada por Juan Pablo II. No sólo por el tiempo transcurrido sino por las circunstancias que rodean el gesto del domingo último y las modalidades de la vida internacional en nuestros días, el encuentro entre el Papa de origen alemán y las autoridades de la comunidad judía local y las personalidades israelíes y de otros lugares que estuvieron presentes adquirió los contornos de un acontecimiento de importancia política, más allá del mensaje de amistad entre las dos religiones.
El papel de la religión en el mundo moderno es complejo y no es este comentario de actualidad el lugar apropiado para analizarlo. Parece evidente que actúan en la sociedad humana dos tendencias simultáneas, no paralelas, con respecto al lugar que la fe ocupa a principios del siglo XXI. Por un lado parece haber un aumento de religiosidad en sociedades muy diversas, por ejemplo en los Estados Unidos, donde prima el principio formal del muro de separación entre el Estado y la iglesia y, por el otro, los países desprendidos del extinto imperio comunista donde, para sorpresa de muchos, el duro stalinismo ateísta fue sucedido por un retorno al predominio, no siempre con modalidades tolerantes, de la iglesia ortodoxa militante y exclusivista. Pero también se han afirmado, y en algunos casos intensificado, las tendencias secularistas dirigidas a excluir a la religión de la vida pública oficial, dejándole un rol en el ámbito privado y en la conciencia individual de las personas.
A esta dicotomía se agrega, desde luego, el inquietante endurecimiento de la religión musulmana, con su propensión al absolutismo y en ciertos casos a la violencia.
Ello hace que el entendimiento y las buenas relaciones entre las religiones principales -el cristianismo, el Islam y el judaísmo lo son por cierto en Occidente- sea reputado una necesidad muy actual y toda aproximación entre los grandes grupos religiosos debe ser vista con aprobación.
En el caso particular del catolicismo y el judaísmo las relaciones interconfesionales han mejorado considerablemente desde el Concilio Vaticano II y desde los esfuerzos de Juan XXIII para desalojar del diálogo judeo-cristiano los rencores milenarios y los textos anti judíos. Sin duda alguna, el Acuerdo Fundamental entre el Vaticano y el Estado de Israel y el establecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos agregó una poderosa nota positiva al acercamiento y, más allá de la subsistencia de algunos problemas no esenciales, es dable sostener que las relaciones entre el mundo católico y el pueblo judío son hoy correctas y constructivas. Hay, por cierto, factores de fricción como, por ejemplo, las actividades de fracciones claramente antisemitas y revisionistas pero, en general, el panorama es alentador.
Ultimamente lo ha ensombrecido, sin duda alguna, la controversia acerca del papel de Pio XII con respecto al Holocausto y la candidatura del Papa objetado a la condición de santo. Este es un problema interno de la iglesia católica pero obviamente los judíos no pueden permanecer indiferentes con respecto al mismo.
Así quedó también de manifiesto en las palabras de los voceros judíos en la significativa ceremonia del domingo en Roma, particularmente en el discurso del presidente de la Comunidad local, miembro de una familia diezmada por el Holocausto.
Sin entrar en el complejo problema de la santificación papal mayorista, es de confiar que Benedicto XVI y sus asesores y colegas sepan considerar a fondo el peso de la beatificación de una figura controvertida de la historia de nuestros tiempos, acerca de cuya acción o inacción hay opiniones conflictivas.
Al margen y por encima de estas divergencias se encuentra el mensaje histórico involucrado en la visita del Papa a la Sinagoga. No son estos días fáciles para las comunidades judías y el Estado de Israel. Críticas, ataques e intentos de aislamiento, movidos principalmente por motivos políticos, constituyen una realidad preocupante en la que todo gesto de simpatía, por cierto cuando proviene del líder del billón de católicos, adquiere gran importancia y constituye un factor de estímulo.
La parte judía en el diálogo con el cristianismo, el catolicismo en especial, seguramente así lo comprende y atribuye por eso tanto valor a lo que acaba de suceder en la capital italiana. Claro que gestos, por gratos y amistosos que sean, no son sino una expresión externa, no desdeñable, pero no crucial, de una política bilateral que es del interés de ambas partes y, más allá de ese interés, de mucho peso para la vida internacional y no sólo de judíos y católicos.
Al margen de las convicciones personales de cada católico y cada judío, hay un amplio campo de intereses y preocupaciones comunes a ambas comunidades históricas. Ambas deben actuar por la justicia y la paz en el mundo, por la libertad y la dignidad de los seres humanos, por la libertad de pensamiento,. conciencia y religión, por la igualdad y la tolerancia entre personas y comunidades. Una y otra deben asumir un rol en la lucha contra el terrorismo, la pobreza, el racismo.
Católicos y judíos desean el fortalecimiento de las instituciones internacionales, la abolición de los privilegios y la afirmación de la libre determinación de pueblos y naciones. Esto debe prevalecer sobre cualesquiera diferencias y debe servir para ayudar a sobreponerse a recuerdos históricos no siempre positivos.

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