Por Natan Lerner
Cuanto antes la Iglesia católica y el Papa se desvinculen del obispo Richard Williamson (en la fotografía) y de su patota fundamentalista y negacionista tanto mejor será para el catolicismo, las relaciones entre las religiones y la causa del respeto por los derechos humanos y la condenación de la apología del delito genocida. Esta columna no está inspirada ni de lejos por sentimientos anti católicos o anti cristianos y no sostengo que la iglesia de Roma sea culpable de solidaridad con la prédica racista de Williamson. Pero, si no se libera de toda sospecha de consentimiento con lo que hace el obispo que divulga la patraña de que el Holocausto no fue lo que la justicia del mundo entero estableció, la opinión pública se inclinará a entender que el catolicismo oficial es cómplice del delito de negación de la realidad del Holocausto, así determinado por la justicia y la legislación de varios países.
El caso Williamson recuperó actualidad a consecuencia de la pena de diez mil euros que un tribunal de Bavaria, Alemania, acaba de imponer al obispo.
La historia se hizo pública cuando el delincuente todavía dirigía un seminario fundamentalista en La Reja, Provincia de Buenos Aires. Williamson y otros clérigos pertenecientes a la Fraternidad que lleva el nombre de Pio X y fue fundada por el extremista Marcel Lefebvre habían sido excomulgados, pero el Papa, en esos momentos, levantó la excomunión, lo que produjo el consiguiente revuelo, sobre todo por la coincidencia en el tiempo con declaraciones negacionistas del obispo británico, hechas a la televisión sueca, en las que volvio a afirmar que “todo” lo que había ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial fue el exterminio de 200.000 o 300.000 judíos. Todo esto ocurrió a comienzos del año 2009.
El gobierno argentino, consciente de la gravedad de que un seminario de un peligroso grupo de extremistas hubiera tenido lugar en el país, resolvió expulsar a Williamson. Este volvió a Inglaterra y se negó a presentarse ante un tribunal alemán que lo sometio a juicio por la difusión de sus opiniones en Alemania. Parece ser que la orden lefebvrista ordenó a Williamson no comparecer ante la corte y por eso la condena se dictó en su ausencia. No es una condena demasiado grave, pero es un prounciamiento judicial más que confirma que negar la realidad del Holocausto es delito.
Debo repetir, para beneficio del lector, que sabe que en esta columna se ha defendido la libertad de expresión como principio, las razones que convierten la negación de la Shoá en un crimen, que no está amparado por la norma que tiende a garantizar la libertad de expresión hablada y escrita. La justicia, en repetidas ocasiones, prominente entre ellas el juicio, ante un tribunal inglés, promovido por otro negacionista, el historiador David Irving, contra la profesora Deborah Lipstadt, de la Universidad de Emory, Atlanta, declaró categóricamente que el demandante era un mentiroso y había cometido un delito.
La norma es la libertad de expresión, de la que forma parte la libertad de investigación científica. Es cuando las conclusiones del que escribe o habla, o del investigador, se convierten en incitación contra un pueblo, una religión, una raza u otro grupo natural de individuos, descartando las conclusiones de la justicia, que existe un abuso de la libertad de expresión y se comete un delito susceptible de engendrar violencia, discriminación u odio inter grupal. La regla es la libertad de expresarse; ésta no existe para cometer un delito; el delito consiste en la negación de una verdad histórica comprobada, cuya negación está inspirada en el deseo de causar daño al grupo humano al que pertenecen las víctimas del crimen.
El caso de Williamson es particularmente grave. Se trata de un obispo de la Iglesia, al que el Papa absolvió de la excomunión, justo en momentos en que el clérigo fundamentalista reiteraba en público su negacionismo, al punto que el gobierno argentino debió poner fin a sus expresiones, expulsándolo del país. El Papa seguramente no se solidariza con lo que arguye el obispo extremista. Pero, al anular su excomunión, despierta una duda entre sus fieles no conocedores a fondo del tema. Además, da un espaldarazo, grave, al grupo de clérigos extremistas que siguen las enseñanzas de quien la Iglesia sintió la necesidad de distanciarse formalmente.
Un semanario judío que se publica en castellano en Tel Aviv no es quizás el vehículo más directo para hacer conocer al Vaticano la opinión judía acerca de su política de lenidad con rerspecto a la negación del Holocausto. La gravedad del caso es indudable. No se trata de un periodista o de un historiador convertido en delincuente; se trata de un obispo al que Roma reeivindicó en momentos en que cometía su delito. La Iglesia sabe que se trata de un delito; sabe que es una afrenta al pueblo judío; sabe que es un serio obstáculo a las buenas relaciones entre el catolicismo y los judíos.
Debe por tanto aprovechar la oportunidad que le brinda la condena dictada por la justicia alemana para eliminar toda duda acerca de su desautorización de Williamson. El Vaticano no necesita consejos judíos en cuanto a su política interna. Pero no está de más que preste oídos a lo que el mundo opina de cómo procede frente al grupo extremista que echa sombra sobre la Iglesia católica, en medio del mal momento que está pasando en general.