Por Nelson Rivera
Hablar de “su fuerza”: de ello trata el reto que se me plantea al sentarme a escribir este breve reporte de lectura. Que su intenso vibrato no quede opacado por mi balbuceo de lector. Hélene Berr (1921-1945) solía andar con la piel viva, expuesta. Le exigía a la vida, paladeaba el milagro del mundo (“estoy en territorio encantado”). Leía a Dostoievski, a Keats y a San Mateo. Conversaba, asistía a clases, tocaba el violín, pasaba horas en tertulias musicales, iba y venía por París. Y escribía un diario que su familia salvaría del fuego nazi.
El de ella no es el Diario de Ana Frank, quizás uno de los más grandes documentos jamás escritos de la lucha de lo humano en contra del agobio. Tampoco es el de Etty Hillesum, que se atrevió a “desenterrar a Dios” en sus pensamientos. Este Diario (Editorial Anagrama, España, 2009) es el registro del mundo en un espíritu de esponja, plasmado por la palpitante prosa de una joven judía que atestigua cómo todo a su alrededor comienza a descomponerse sin resistencia: “Hacia las doce y media sonó el teléfono, era la voz de un desconocido. Comprendimos al instante: el inspector de policía que había detenido a papá. Yo descolgué el otro auricular. Producía un efecto extraño oír la historia contada por una voz desconocida. La confirmaba, le daba un sello de autenticidad. Hasta entonces podría no haber sido más que una cosa que nos pertenecía, quizás incluso que no existía en realidad. A partir de aquel momento supimos que había sucedido realmente. Tenía algo de irremediable”.
Lo siniestro que constituía el que fueran franceses y no alemanes los que dieron inicio a la persecución de los judíos. La reconfiguración de lo cotidiano a partir de las ausencias. El avenimiento a un nuevo fluir emocional. El cambio profundo en la naturaleza del tiempo (“vivimos hora tras hora, ya no semana tras semana”). La cristalina intuición de que una tragedia estaba ocurriendo, y que ello la obligaba a documentarla: “Cada cosa encierra una prueba (…) Anoto los hechos, apresuradamente, para no olvidarlos, porque ‘no hay’ que olvidar”. Abruma constatar la penetrante precocidad de esta mujer, que apenas había cruzado la línea de los veinte años.
Berr perdió la vida en el campo de concentración de Bergen-Belsen, días antes de que las fuerzas aliadas lo liberaran en 1945. Mientras el mundo se derrumbaba, sus fulminantes intuiciones lograron anticipar a Hannah Arendt: Berr “vio” a los perpetradores sumados al engranaje de la muerte; comprendió la banalidad que hacía posible la atrocidad: “No saber, no comprender, incluso cuando lo sabes, porque una puerta en ti permanece cerrada, la puerta que al abrirse te permite ‘asimilar’ lo que simplemente sabías. Es el drama inmenso de esta época. Nadie sabe de la gente que sufre”.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita / www.nmidigital.com