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Por Rebeca Perli
Ante la reunión del cónclave que elegirá al sucesor de Benedicto XVI, dada su sorpresiva renuncia, el momento es oportuno para reflexionar sobre las relaciones judeo-cristianas en los últimos tiempos.
Fue Juan XXIII, el Papa Bueno, quien dio un giro diametral hacia la confraternidad en estas relaciones. Por su iniciativa se eliminó el término "pérfidos judíos" de la liturgia del Viernes Santo y fue él quien inició el Concilio Vaticano II con el objeto de actualizar las doctrinas de la Iglesia católica. Poco antes de fallecer manifestó: "Perdónanos por la maldición que hemos atribuido injustamente a su nombre de hebreos…".
Durante el papado de su sucesor, Pablo VI, se completó la redacción del Concilio Vaticano II que incluye la Declaración Nostra Aetate uno de cuyos párrafo reza: "Siendo tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se conseguirá sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con diálogos fraternos…". Efectivamente, diálogos fraternos es la clave de toda relación. Pablo VI fue el primer pontífice en visitar una sinagoga.
Juan Pablo II estrechó todavía más esos lazos, reconoció al pueblo judío como "hermanos mayores en la fe" y fue durante su papado cuando, por primera vez, se establecieron relaciones diplomáticas entre el Vaticano e Israel. Por su parte, Benedicto XVI, ha intensificado este acercamiento, ha combatido el antisemitismo y la negación del Holocausto y se ha reunido con diversas comunidades judías incluyendo la venezolana.
El camino está abierto para estrechar aún más los vínculos por una convivencia de aceptación, concordia y respeto mutuo.

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