Por Beatriz W. De Rittigstein
En nuestro país, desde hace tiempo, tal vez por una serie de tensiones y la polarización, los adversarios políticos, sobre todo los ligados al gobierno, insultan y descalifican achacando a "los otros" simpatías nostálgicas por el nazifascismo. Ello constituye una ligereza, por lo que resulta elemental definir y señalar las características de la corriente totalitaria.
El Estado nazifascista es un fin en sí mismo. El sector gobernante actúa como fuente hegemónica de poder y su núcleo se hace acreedor a todos los privilegios, convirtiéndose en una élite. El resto no tiene derechos, la élite se los concede, con lo cual se facilita adecuar la exclusión.
Esa élite identifica su destino con el del gobierno y fusiona los intereses partidistas con los del Estado, en una sola unidad.
El Estado nazifascista satura con su acción integral directa, todos los ámbitos de la vida colectiva. En lo económico, controla las industrias y la distribución de los productos; en muchos casos, suplanta a la empresa privada. Aplica una dirección inflexible a la educación, los medios de comunicación, las artes y hasta las ciencias. Cualquier disidencia es considerada una conspiración.
No admite la división de poderes. Ese tipo de Estado traza una pirámide en cuya base está la masa; conforme asciende la estructura piramidal, la jerarquía se estrecha hasta la cúspide en la que se halla el caudillo, síntesis de la autoridad.
Las Sturmabteilung o SA, fueron una milicia del nazismo y las Schutz-Staffel o SS, policías nazis para la seguridad del régimen. Mussolini organizó los fasci di combatimento, grupos análogos a las milicias que se impusieron por la violencia o por la propaganda.
Basta comparar la teoría política y los hechos históricos.