Por Alejandro Coriat
En el cementerio judío de la calle Okopowa de Varsovia, nuestra guía nos relataba una historia corta de Isaac Leib Peretz, uno de los escritores en yidish más importantes. La historia iba así: un hombre que encuentra un diamante decide enterrarlo en su jardín. Para recordar el sitio, pone una piedrecita encima. Al día siguiente, vuelve a revisar que la piedra preciosa sigue en su lugar, y para marcar la confirmación, pone otra piedra. Convierte esto en un ritual diario, hasta el punto que una sección de su jardín queda cubierta por una montaña de pequeñas rocas. Cuando el hombre muere, sus hijos siguen con la costumbre, viéndola como una tradición familiar y una muestra de devoción de su difunto padre. La moraleja del cuento es que debajo de cada piedra hay un diamante. En Varsovia, esto se cumple en todo sentido.
La ciudad de ocho millones de habitantes, el centro económico regional que es Varsovia hoy, no es más que un espectro de lo que fue hace setenta años. Hablamos de una ciudad que, en su tiempo, fue la metrópolis de Europa Oriental, la París del Este, un centro cultural, político y económico tanto para polacos como para judíos. Sobre todo para judíos. En una época en la que la mayor parte de la judería mundial estaba ubicada en Europa del Este, Varsovia era la contraparte secular a las grandes yeshivot de los mitnagdim y los jasidim, siendo el epicentro de la cultura yidish. El teatro y la literatura en yidish, la música klezmer, el Bund (partido político socialista judío); todos tenían su base en Varsovia. La cultura judía estaba a la vez firmemente insertada y sanamente aislada de la civilización que la rodeaba. Para 1939, los judíos constituían un tercio de la población de la capital polaca, y colaboraban intensivamente en todo ámbito. Setenta años después, ni los enormes bloques residenciales de la época comunista ni las torres de las corporaciones extranjeras atraídas por la apertura al capitalismo han logrado curar la herida sangrante que dejó el exterminio de su población judía.
Es difícil visualizar las valiosas vidas y la importante cultura que se perdieron con la Shoá en Varsovia. Sobre todo porque, a diferencia de otras ciudades como Praga o Cracovia, Varsovia no tuvo ni siquiera el chance de conservar sus edificios como documentos vivos. El barrio judío, convertido en gueto, en cárcel, fue vaciado de sus heroicos rebeldes en 1943, a punta de gases y lanzallamas, y sus edificios fueron demolidos. El resto de Varsovia fue destruido con la fracasada rebelión general de 1944. Del impresionante gueto, sólo quedan unos pocos edificios y unos cortos tramos de muro. En total, ochenta y cinco por ciento de la ciudad fue destruida por la barbarie nazi. Sinagogas, teatros, yeshivot, salas de música, bibliotecas, fueron borrados para siempre. Encima se levantó la nueva ciudad de Varsovia, como un implante anti-natural en una tierra llena de historia.
Es difícil trascender la necesidad de pruebas físicas para entender lo que se perdió. Un puñado de edificios viejos no ayudan mucho a recordar. Por eso se requiere un difícil ejercicio de imaginación para visualizar el orfanato de Janusz Korczak, no sólo héroe y mártir de la Shoá, sino también importantísimo pedagogo y escritor; las oficinas del Judenrat donde Adam Czerniaków se suicidó para no firmar sentencias de muerte para su propio pueblo; las cafés en donde Ludwik Zamenhof debatió a favor de su proyecto de lengua universal, el esperanto; los salones del Instituto de Ciencias Judías donde Meir Balaban estudió la historia de los judíos europeos; o las calles por donde caminó I.L. Peretz, escritor de la historia que vimos al principio. Todos están enterrados (menos Korczak, que fue asesinado con sus niños en Treblinka, pero que tiene un monumento ahí) en el cementerio de la calle Okopowa.
La palabra en hebreo para cementerio es beit ha-chaim, casa de la vida. Comenzamos nuestro viaje, nuestra Marcha por la Vida, visitando las tumbas de una comunidad centenaria, que fue arrancada de raíz y llevada a Treblinka casi en su totalidad, para intentar comprender la belleza y el valor de su existencia y su legado para nosotros. Debajo de cada piedra hay un diamante, debajo de cada lápida hay una vida.