Por Néstor Luis Garrido
A comienzos de septiembre de 2011, una polémica se desató en España por el sólo anuncio que hizo el diario derechista El Mundo de incluir en una serie de reportajes y entrevistas con motivo del septuagésimo aniversario del inicio de la Segunda Guerra Mundial, a David Irving, un “historiador” inglés que fue sentenciado en Austria a tres años en prisión en el año 2005 por trivializar el Holocausto.
El embajador de Israel en España, Rafael Schutz, y el canciller español, Miguel Ángel Moratinos, elevaron sus protestas ante la dirección del diario, el cual, como era de esperar, se escudó en el derecho a la libertad de expresión como justificativo de esta acción. Asimismo, el diario incluyó una entrevista con el director del Museo del Holocausto de Jerusalén (Yad Vashem), Avner Shalev, como contrapartida.
Irving, provocador de profesión, ha sido un escritor controvertido por su posición de negar la culpabilidad de Hitler en el asesinato masivo de judíos durante la guerra, basado en el hecho de que no se han encontrado pruebas escritas por él ordenando la matanza, con lo que se probaría su inocencia. Irónicamente, el mismo argumento utiliza Irving en contra de Churchill, pues para él, el que no haya documentos escritos de puño y letra por parte del ex primer ministro inglés ordenando la muerte del general Sikorski, es la prueba contundente de su culpabilidad.
Ahora bien, ¿es la libertad de expresión una buena excusa para promover a un historiador viciado que utiliza evidencias a su buen parecer para torcer la interpretación que hace de los hechos? ¿Tienen derecho los negadores del Holocausto a hacer uso de ésta para promover la mentira o para negar o relativizar la historia o, peor aún, para promover el odio?
La respuesta, aunque pareciera obvia, no lo es. La libertad de expresión nace de la necesidad de las sociedades de confrontar puntos de vista para impulsar tomas de decisiones y adoptar posiciones basadas en un acercamiento lo más próximo a la verdad, tomando en cuenta que el hombre es incapaz de aislar, comprender y decirla en su totalidad, sino apenas parcialmente.
La excusa dada por el diario El Mundo de España tiene su “justificación” en este principio. No obstante, desde su consagración como derecho universal, con la declaración de las Naciones Unidas en el año 1948, la libertad de expresión nació con límites y restricciones, entendiéndose los primeros como absolutos y las segundas como relativas.
Además de la prohibición total de que la libertad de expresión no debe usarse para vulnerar la intimidad de los ciudadanos, se establece que ésta no debe utilizarse para llamar a la guerra ni al odio entre los ciudadanos, ni para justificar la discriminación contra nadie, ni el genocidio.
La última mención es una clara alusión al Holocausto —del que la mayor parte de las naciones del mundo “se acababa de enterar”—, evento que ya desde los primeros momentos estuvo sometido a la relativización, disminución, trivialización y, finalmente, al negacionismo absoluto, con los oscuros objetivos de despenalizar la acción de los nazis, lavarle la cara a los cómplices, y darle desahogo al antisemitismo que había pasado de ser una ideología socialmente aceptada a algo espurio.
Aunque en un editorial publicado por El Mundo éste trató de justificar su actuación rechazando las ideas expresadas por Irving en su entrevista, el autor inglés consiguió uno de sus objetivos: convertirse en el centro de la atención del temario público español, y hacer que muchos ciudadanos se interesaran por sus ideas, aunque sólo fuera para combatirlas. Más allá de la estupidez de los argumentos falaces de Irving, lo censurable aquí es la actitud hipócrita del periódico que sabía que con Irving —que ha sido condenado por la comunidad de historiadores, recibido sanciones y expulsiones en Nueva Zelanda, Inglaterra, Suecia e incluso en la misma España, además de su encarcelamiento en Austria— tendía una trampa a los defensores de la verdad que, con su reacción, podían hacer ver a Irving como víctima de la intolerancia, a la que algunos le pusieron el apellido “sionista”. La controversia, además, se enmarca en la pretensión de algunos diputados que propusieron ante el Parlamento europeo la despenalización de la negación del Holocausto por considerarlo un “crimen de opinión”, lo que supuestamente atenta contra la libertad de expresión.
En este mundo nos hemos acostumbrado a los parámetros dobles. Así como Irving utiliza los mismos argumentos para condenar a unos y exculpar a otros, algunos medios de comunicación, como el periódico El Mundo, se aprovechan de la ambigüedad de ciertos principios para justificar lo injustificable y hacer saltar a la palestra pública temas que la misma Carta de las Naciones Unidas proscribe. La defensa de la libertad de expresión, basamento de la democracia, no debe utilizarse para socavar con mentiras al mismo sistema que supuestamente está llamada a sostener.